Reseña sobre la historia del transporte en La Habana tomada del libro «La Habana: Apuntes históricos» de Emilio Roig
Al componer en 1761 don José Martín Félix de Arrate, regidor de esta ciudad, su historia de la misma —Llave del nuevo mundo antemural de las Indias Occidentales. La Habana, descripta: noticias de su fundación, aumentos y estado — dice que la planta de la ciudad:
«no es de aquella hermosa y perfecta delineación, que según las reglas del arte y estilo moderno contribuye tanto al mejor aspecto y orden de los lugares y desahogo de sus habitantes»
y explica que sus calles no eran muy anchas ni bien niveladas, algunas no tenían nombres, y la de Mercaderes, la más importante entonces, sólo alcanzaba cuatro cuadras de extensión, agregando que el mejor sitio de la ciudad era la plaza de San Francisco, donde el Ayuntamiento tenía sus casas capitulares y se encontraba también la cárcel pública.
El estado de las calles fue, hasta bien entrado el siglo XIX, desastroso, según lo reconoce el capitán general Miguel Tacón, en 1838, en que acometió la obra de pavimentación, rotulación y numeración de las calles. A la pésima calidad de su empedrado:
«donde entraban piedras de todos tamaños acuñadas con tierra que era arrastrada por las primeras lluvias y conducida al puerto con perjuicio de su fondo»
atribuye Tacón el mal aspecto que ofrecían las calles y lo molesto que era el transitar por ellas.
Explícase así que hasta fines del siglo XVIII, y al decir de José María de la Torre, en su obra varias veces citada, de 1857, «Lo que fuimos y lo que somos o la Habana antigua y moderna»
«solo se conocían las volantes, las calesas tiradas por mulas y algún coche».
Historia del transporte en La Habana: Quitrines, volantes, carros, tranvías y vapores.
Al principio del siglo XIX se introdujeron los quitrines, que se generalizaron desde 1820, aunque no los hubo de alquiler hasta 1836.
Los coches se hicieron más comunes desde 1846, pues si ya se conocían en 1840, eran exclusivamente los que poseían los capitanes generales «y el que había para la visita de enfermos en la Catedral».
En otros tiempos, en que no se pensaba todavía en carreteras, y sólo se conocían los caminos reales, intransitables en épocas de lluvias por otra clase de vehículos, el quitrín era el carruaje insustituible de nuestros campos: con sus ruedas enormes, para darle mayor impulso e impedir pudiese volcarse; sus largas, fuertes y flexibles barras de majagua; la caja montada sobre sopandas de cuero que le daban a aquella un movimiento lateral, suave y cómodo; su fuelle, de baquetón, para contrarrestar en algo los ardores de nuestro sol; sus estribos, de resorte o de cuero, de manera que no opusiesen resistencia a los árboles y piedras del camino; y todo el carruaje tirado por un caballo criollo o dos o tres, en cuyo caso, el de dentro de las barras debía ser de trote y los otros dos, de paso, llamándose el de la izquierda «la pluma», por servir sólo para ayudar el tiro, y el de la derecha «de monta», sobre el que iba el calesero; el trío no se usaba sino en el campo, bastando al de la ciudad con uno o dos caballos.
La volanta era el quitrín de alquiler, mucho más reducido y de construcción menos acabada y artística, y con cristales a ambos lados del fuelle, que no se bajaba como en los otros. Los arreos, de cuero negro, se distinguían según la riqueza de sus adornos de plata, distribuidos abundante y artísticamente en sillas, estribos, cabezadas, correas, y constituían el orgullo de los caleseros de casas ricas.
Estos caleseros eran, de entre todos los esclavos, aquellos a los que, sin estar exentos de castigos, se le guardaban ciertas consideraciones, pues a los amos, no siendo fácil sustituirlos, les eran necesarios y procuraban conservarlos.
Constituían la aristocracia entre su clase: chifladores, tenorios, bailadores, bien vestidos siempre, ya en traje de casa o de monta, sabían y guardaban los secretos de sus dueños, eran mediadores y mensajeros en los asuntos amorosos de los amos, y a veces hasta habían sido compañeros de juegos del niño y la niña.
El costo aproximado de un juego completo de quitrín, incluyendo el calesero, el quitrín, dos caballos, arreos de plata, vestimenta del calesero y derechos, alcabala y escritura, ascendía a $3,500.00.
Las volantes y quitrines fueron sustituidos, al correr de los tiempos, por los coches corrientes, de que aún existen algunos ejemplares, sobre todo en provincias. Durante la ocupación militar norteamericana se introdujeron en ellos los zunchos de goma.
Llegan los automóviles
En 1913 o 1914 se importaron los primeros automóviles de propiedad particular, y poco después comenzaron a correr los de alquiler, casi todos, al principio, de la marca Ford, y a los que el público llamaba «fotingos».
Pronto se multiplicaron extraordinariamente. El Gobierno Revolucionario ha establecido que se distingan llevando todos un solo color que no pueden usar los particulares, y es de esperarse que pronto introduzca en ellos el sistema de taxímetros, ya que todavía se rigen por la anticuada y muchas veces arbitraria tarifa por zonas.
Omnibus o Guaguas
José María de la Torre da como fecha de circulación en La Habana de los ómnibus de tracción animal la de 1840 —de la Ciudad al Cerro— si bien, desde el año anterior había una línea entre Regla y Guanabacoa; los de Jesús del Monte comenzaron en 1844; en 1850 los del Príncipe, y en 1855 los del Cerro a Marianao.
En un artículo de costumbres —Un día en La Habana— publicado en el Diario de La Habana, de enero 29 y febrero 4 de 1836, su anónimo autor hace ascender a cuatro mil el número de carruajes que en aquella época circulaban por La Habana, sin contar las diligencias o berlinas ni las guaguas u ómnibus.
De éstas apunta que comenzaban su recorrido en las primeras horas de la mañana, partiendo de la Plaza de Armas hasta Marianao, y terminando a las diez de la noche con las llamadas «guaguas de los enamorados», que a dicha hora hacían su último viaje del Cerro, Jesús del Monte y Marianao.
José García de Arboleya, en su «Manual de la Isla de Cuba«, de 1859, declara que
«sin el auxilio del vapor las comunicaciones de la Isla serían las peores del mundo»
y señala la existencia de varias líneas de berlinas y ómnibus que enlazaban La Habana con las poblaciones vecinas por las cuatro únicas calzadas que merecían el nombre de tales, así como de otras líneas suburbanas.
En su «Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la isla de Cuba«, de 1863, Jacobo de la Pezuela detalla la organización y funcionamiento de una empresa de ómnibus perteneciente a los señores Ibargüen, Ruanes y Compañía, poseedora de setenta coches y seis extensos depósitos, dos en el Cerro, dos en Jesús del Monte, uno en Marianao y otro en Pueblo Nuevo, con trenes para relevos de caballos en Arroyo Arenas y Caimito, empleando ciento cincuenta individuos y con más de ochocientas bestias de tiro.
La República
En los primeros años republicanos controlaba el servicio de guaguas la empresa llamada «de Estanillo», muchos de cuyos vehículos fueron montados sobre chasis de automóviles Ford, que prestaron los primeros servicios en la capital al ser eliminada la tracción animal en guaguas y ómnibus.
Varias empresas, pequeñas, constituidas por la agrupación de propietarios de ómnibus realizaban hasta 1933 esta clase de servicio de transporte, las que fueron asociándose hasta llegar a constituir la Cooperativa de Ómnibus Aliados S. A., que controlaba la casi totalidad de las líneas de ómnibus, interiores de la ciudad y entre La Habana, sus barrios y repartos y el resto de la República.
Aparecen los Tranvías
Una de las más importante innovaciones de que gozó La Habana con motivo del cese de la dominación española, el 1º. de enero de 1899, e inicio de la ocupación militar norteamericana, fue la electrificación de las líneas de los tranvías de tracción animal y del ferrocarril suburbano movido por pequeñas locomotoras de vapor.
Como ha dicho Federico Villoch en una de sus Viejas Postales Descoloridas, los carritos urbanos de los últimos tiempos coloniales,
«venían siendo como una prolongación de nuestros hogares domésticos»
porque en ellos, al paso lento de los caballos y mulas que los arrastraban, los habaneros, libres del delirio contemporáneo de velocidad, continuaban la tertulia iniciada en la casa o en la oficina, concertaban las citas comerciales o amorosas o aprovechaban el forzoso y habitual encuentro a horas determinadas del día o de la noche para charlar con los amigos.
De La Habana al Vedado circulaban maquinitas de cajón o cucarachas, que en la explanada de La Punta recogían, para conducirlo al Carmelo, el pasaje del trasbordo, o sea, un tranvía de caballos que en el Parque Central esperaba a los vecinos del Vedado.
En 1901 un sindicato americano compró los tranvías y ferrocarriles suburbanos, recibiendo al efecto del Gobierno de ocupación una concesión para reconstruir y electrificar las líneas existentes y construir otras nuevas en La Habana y los barrios vecinos.
El primer coche del tranvía eléctrico de La Habana circuló el 22 de marzo de 1901, hasta el Vedado. Gradualmente fueron construyéndose líneas a través de toda la ciudad y sus barrios y nuevos repartos, hasta más allá del término municipal de La Habana.
Una corporación de los Estados Unidos, la Havana Electric Railway Company, fue la primitiva dueña de los tranvías eléctricos de nuestra capital, fusionándose en 1913 con la nueva empresa que en 1912 se había constituido, bajo las leyes del Estado de New Jersey, y, con el nombre de Havana Electric Railway, Light and Power Company, completándose así la consolidación de servicios de tranvías eléctricos, ómnibus, servicio de alumbrado eléctrico y fuerza motriz y la fabricación y distribución de gas artificial en la Ciudad y suburbios.
Durante el gobierno del presidente Machado tuvo lugar la separación, en compañías diversas, de los servicios de transporte eléctrico urbano y los de alumbrado eléctrico, fuerza motriz y gas.
Durante los años en que ocupó el poder Fulgencio Batista, y en virtud de uno de los jugosísimos negocios tan frecuentes en esa época, los tranvías desaparecieron por completo, siendo sustituidos por otros ómnibus que formaban la Autobuses Modernos S. A.
Los Vapores
Entre La Habana y las poblaciones ultramarinas de Regla y Guanabacoa existió primeramente el servicio de botes, cuyo tráfico sacaba, a remate el Ayuntamiento, En 1837 quedó establecida la primera empresa de vapores de la bahía, de la capital a Regla; en 1842 se fundó otra que tuvo brevísima vida; y en 1854 comenzó a prestar servicio la tercera, que recibió la denominación popular de «segunda empresa».
Vaporcitos de Regla, fue el nombre con que eran conocidos por el público, aunque tuvieran sus nombres particulares: Havana, Regla, Guanabacoa, Invencible, Victoria, Eduardo Fesser y Emmanuel Underdown. La característica de éste consistía en estar construído todo de hierro. Con excepción del Guanabacoa, que era de hélice y ostentaba cierto lujo, los demás eran movidos por grandes ruedas laterales y fueron adquiridos de segunda mano.
Desde hace tiempo desaparecieron estas líneas de vapores, asimismo llamadas «la empresa vieja» y «la empresa nueva», que también efectuaban el transporte entre La Habana y Casa Blanca.
En 1859, según relata José García de Arboleya, en su «Manual de la isla de Cuba«, había once líneas de vapores, cuatro en la costa Norte, cinco en la del Sur y dos en ambas costas.
La Metrópoli enviaba un vapor mensual con la correspondencia pública, que salía de Cádiz los días 12 y llegaba a La Habana del primero al cuatro, saliendo el 12 para Vigo, los meses de cuarentena y para Cádiz los restantes del año.
Este vapor tocaba en Canarias y Puerto Rico. En aquella fecha había además líneas de vapores con México, el Norte de Europa, las Antillas extranjeras, Estados Unidos e Inglaterra.
Sucesivamente fueron estableciéndose nuevas líneas de vapores entre La Habana y los puertos más importantes del Viejo y el Nuevo Mundo. En 1879, El Carondelet, inauguró el servicio de Cuba y las Bahamas, de la Ward Line. Otro buque de esta empresa, El Yucatán, construído en 1890, fue el que trajo a Cuba al coronel Theodore Roosevelt, con sus Rough Riders.
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