Por Pedro J. Guiteras. Extracto tomado del libro «La toma de La Habana por los ingleses (1762)» editado en 1856.
La toma de La Habana fue un acontecimiento muy feliz para el ejército y armada inglesa.
La oportunidad de su rendición salvó a uno y otra de una ruina segura, pues era imposible que hubiese podido continuar por muchos más días el sitio en una época del año en que el excesivo calor, las fuertes lluvias estacionales y las enfermedades propias del clima hubieran pronto destruido el ejército mas poderoso, no teniendo donde guarecerse y estando rendido de fatiga y falto de los recursos más esenciales a la vida.
Algunos miles de hombres yacían aniquilados en los campamentos y la escuadra por falta de alimento, y las enfermedades tropicales se habían cebado tan cruelmente en el ejército que al tiempo de la capitulación no había más de dos mil quinientos hombres aptos para el servicio.
Bajo el aspecto militar, ella fue la más grande y en sus consecuencias la más decisiva de cuantas hicieron los ingleses en el trascurso de la guerra, y en ninguna de las campañas militares que tuvieron lugar en las diversas partes donde pelearon las armas británicas, resplandeció tanto como en el sitio de La Habana la superior inteligencia militar de los jefes y oficiales generales, ni el valor, serenidad y perseverancia de las tropas.
Esta importante adquisición reúne en sí misma todas las ventajas que pueden obtenerse en la guerra: un triunfo de armas de la clase más elevada y cuyos efectos sobre la escuadra española equivalieron a una gran victoria naval, pues además de los buques apresados en Cayo Sal y bahía del Mariel, cayeron en poder de los conquistadores nueve navíos y uno más que estaba en grada y todos los utensilios del arsenal.
Situación tras la Toma de La Habana por los ingleses.
Los ingleses no solo encontraron allí consuelo en sus necesidades y gloria militar, sino también grandes riquezas. Además de los cañones, provisiones de guerra y otros efectos que había en gran abundancia, el botín ascendió a tanto como hubiera producido una fuerte contribución sobre la ciudad: veinte y cinco buques mercantes, varios grandes almacenes llenos de valores inmensos y cerca de tres millones de pesos cayeron en su poder. [1]
Estos fondos fueron repartidos con tan parcial desproporción entre las varias clases del ejército y armada, que hubo multiplicadas quejas y vivos resentimientos por parte de la tropa y
marinería. [2]
Pero más que todo esto, el gobierno británico estaba en posesión de un puerto que ponía en sus manos el destino de los pueblos de Europa contra las tentativas de la casa de Borbón rebeladas en el funesto Pacto de familia: porque Cuba podía con razón considerarse la llave de aquellos tesoros del Nuevo Mundo, que debían servir de recurso principal a España y Francia para continuar una guerra cuyo objeto era destruir toda potencia que se opusiese a su ambición, intereses y voluntad.
El efecto que produjo, tanto en la corte como en el pueblo inglés, la noticia de este acontecimiento se encuentra pintado con exactos colores en los documentos oficiales de aquella época.
En una representación que la municipalidad de Londres dirigió con tal motivo al rey, manifiesta aquel cuerpo que la conquista de La Habana podía considerarse como el medio más seguro de destruir los proyectos de la casa de Borbón, y ofrece asistir al trono de la manera más eficaz, hasta que los enemigos de la nación se viesen forzados a oír las proposiciones de paz que el monarca considerase compatibles con el triunfo de las armas británicas y el comercio y navegación de sus súbditos.
El Ayuntamiento, dice, se detiene con el mayor placer a considerar el alto precio e importancia de una conquista obtenida con la adquisición de inmensas riquezas y la ruina irreparable del poder comercial y marítimo de España.
El rey en su discurso de apertura, al informar al parlamento de la toma de La Habana, dice:
Una plaza de la más alta importancia para España
Y en sus peticiones congratulatorias, la cámara de los lores la llama:
El baluarte de las colonias españolas
Y la de representantes, después de hacer mención del feliz éxito de la guerra en la Martinica, añade:
…y la más gloriosa e importante conquista de La Habana.
Aún no habían transcurrido dos meses de esta conquista cuando los ingleses se apoderaron también de la ciudad de Manila, capital de la isla de Luzón, una de las Filipinas, plaza no menos importante en el este que lo es la Habana en el
oeste: la ciudad se libertó de ser destruida mediante una suma de cuatro millones de pesos, y el botín fue de varios buques y una cantidad considerable de municiones.
La única compensación que tuvo España por estas grandes pérdidas fue la toma de la colonia del Sacramento, objeto por largo tiempo de cuestiones con Portugal, con la que se hizo dueño de veinte y seis buques ingleses cargados de
mercancias y pertrechos de guerra por valor de cerca de veinte millones de pesos.
Los esfuerzos hechos en Portugal no fueron bastantes a reparar las pérdidas de los españoles en América y Asia, aunque el estado de aquel reino al tiempo de la invasión les había despertado halagüeñas esperanzas de una fácil conquista: después de alcanzar los aliados ventajas considerables, el ejército anglo-lusitano logró hacerlos retirar a las fronteras de España en el mes de octubre a esperar refuerzos de Francia.
Aunque el cúmulo de tantas desgracias no habia podido abatir el espíritu de la magnánima nación española, las últimas pérdidas habían agotado los recursos de las dos coronas aliadas.
España se veía privada de sus grandes tesoros de América, cortadas las comunicaciones con sus colonias, arruinada su marina, y su ejército disminuido y desalentado con el éxito de una infructuosa y larga campaña emprendida con la plena confianza de obtener un feliz resultado.
Francia, amenazada por un enemigo extranjero, fatigada de invasiones repetidas, destruido su comercio y próxima a una bancarrota, execraba la alianza de Austria como una calamidad pública, y hasta la de España, aunque cimentada en los vínculos de la sangre y mas conforme con los sentimientos nacionales, era considerada como un mal más bien que como una conveniencia.
En tan crítica situación las cortes de Madrid y Versalles solicitaron la paz con un empeño y sinceridad iguales a sus infortunios.
Felizmente el ministerio del conde de Egremont sostenía la guerra forzado por el espíritu de agresión de los soberanos aliados, y había apurado las fuerzas y recursos de la nación en escarmentar a los enemigos del poder marítimo y comercial de Inglaterra, con el fin de obligarlos a suscribir a una paz general que terminase todas las cuestiones pendientes entre las tres principales potencias beligerantes, mas bien que halagado por la ambición de conquistar las ricas colonias de las Antillas para la corona de la gran Bretaña.
Si el célebre Pitt hubiera continuado al frente del gabinete, probablemente la guerra se hubiera dilatado algún tiempo más, hallando su penetración y genio fecundo medios eficaces de conocer el verdadero estado de los enemigos y sacar de él mayores ventajas para su país; y de seguro que no se hubiera dicho al concluirse las hostilidades, lo que del conde de Egremont decía disgustado el pueblo de Londres después de firmados los artículos preliminares en Fontainebleau:
Que aquel tratado había hecho bueno el refrán inglés de que Inglaterra pierde siempre por negociación lo que sus hijos ganan con la espada.
Después de una correspondencia entre las cortes de Inglaterra y Francia, se convino en el mes de agosto en el nombramiento de embajadores para arreglar los preliminares de paz, y al efecto el duque de Bedford salió de Londres para París el 5 de setiembre y el 10 llegó a Londres el duque de Nivernois.
La elección de estos dos personajes, los más distinguidos de la nobleza de ambos países, demostró las pacíficas intenciones de los dos gobiernos: el marqués de Grimaldi, embajador español en la corte de Francia, recibió plenos poderes para representar los intereses políticos de su nación en el tratado.
Los puntos principales que habían agitado largas cuestiones en las tres cortes y al fin provocado aquella guerra, quedaron arreglados sin gran dificultad; y para allanar inconvenientes a la conclusión definitiva del tratado de paz, se acordó que las cuestiones pendientes entre Austria y Prusia fuesen asunto de conferencias entre aquellas cortes.
[1] Lista de los cañones, morteros y municiones de guerra encontrados en la ciudad de La Habana y en los castillos del Morro y la Punta el 14 de agosto de 1762:
104 cañones y 9 morteros de bronce, y 250 cañones y 2 morteros de hierro de varios calibres; 4,157 fusiles; 460 bombas vacías; 16,401 balas de cañón; 30 quintales de balas de fusil y 125,000 cartuchos; 500 granadas de mano; 533 quintales de pólvora, y gran cantidad de otros efectos de guerra.
El botín, con exclusión del tesoro real, consistió en 5,841 cajas de azúcar; 3,384 sacos, y 3 cascos de cacao; 123 serones de corteza peruviana; 8,363 cueros al pelo, y 3,900 curtidos; 475 tercios de tabaco, y 4,876 sacos de rapé; 59,213 piezas de palo de Campeche; 2,003 de palo de tinte; 78 piezas de madera de construcción; 8 tablones de cedro; 7 sacos de cochinilla; y 2 cascos de conchas de carey.
BEATSON’S Naval and Military Memoirs.
[2] Según Beatson, en el resumen de los dividendos hecho de este botín resulta que el conde de Albemarle y el almirante Pocock recibieron cada uno £122,697.10.6; cada jefe inmediato £24,539.10.1; los mayores generales £6,816.10.6½; los brigadieres £1,947.11.7; los capitanes de navío £1,600.10.10; y las demás clases en igual proporción; correspondiendo a cada soldado solamente £4.1.8½; y a cada marinero £3.14.9¾.
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