Federico García Lorca llegó a La Habana siendo solo Federico García y se marchó de ella siendo Lorca, «el más grande poeta hispano del momento«. Esa grandilocuencia desmesurada y de un marcado carácter chovinista, que nos acompaña a los cubanos, fue en este caso certera. Aquel poeta magullado tras el lacerante invierno neoyorkino que llegó a «la siempre soleada isla de Cuba» sería el más grande poeta del siglo en letras castellanas.

Su acercamiento a la ciudad venía precedido del desencanto producido por el metálico y cortante inglés hablado en la «fatua Nueva York». Si la Habana no salvó a Federico García Lorca, aquella primavera de 1930, al menos consiguió deslumbrarle con su carnaval de sexos sudorosos, que danzaban hasta los confines de la noche y la vida; y el más sincero y reverencial de los reconocimientos que probablemente recibió en vida el poeta.

Federico García Lorca, un romance gitano

Si algo sorprendió en Cuba a Federico, fue la alegría de la palabra pronunciada con la gracia, a veces grotesca, con que el cubano moldea el antiguo castellano, con esa lengua/herramienta de afinación similar al granaíno de la tierra natal de García Lorca.

En La Habana le esperan heterogéneos amigos a los cuales maravilla en las cinco conferencias que dictó, a aulas llenas, gracias a la invitación de la Sociedad Hispano Cubana de Cultura fundada y dirigida por Don Fernando Ortiz.

La Habana se le hizo pequeña nada más pisarla, la atención de los medios y el incesante interés recibido desde varias ciudades del país le hacen alargar la estancia.

¡Hay Federico García Lorca en Cuba para rato! Aquí se sintió «amablemente secuestrado» por los amigos. El tiempo de vida social se fragmentó entre las amistades más antiguas y queridas y otras nuevas e igual de gratificantes para el poeta. Entre las primeras estaba el matrimonio de musicólogos españoles Antonio Quevedo y María Muñoz, asentados en Cuba desde 1919.

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El Romancero Gitano de Federico García Lorca tuvo gran éxito en La Habana, la Revista de Avance y la Revista Social se hicieron eco de los éxitos del poeta andaluz

En casa de los Loynaz del Castillo encontró «la casa encantada» donde bailaba y bebía whisky con soda a su antojo. De los hermanos se llevó dispar impresión. Enrique, amigo por correspondencia le, pareció aburrido y distante en persona. Nuestra admirada Dulce María, futura premio Cervantes, no le despertó ningún interés poético, más bien agria desidia que a ella no le importunó.

Serían los dos pequeños y más enrevesados de la mágica familia quienes fascinaron a Federico García Lorca en las tertulias de la mansión del Vedado. A Flor y Carlos Manuel les arropó con versiones manuscritas originales de algunas de sus obras, que la locura de Carlos Manuel arrojarían a las llamas.

Son de los negros de Cuba

En La Habana estaban también José María Chacón y Calvo y doña Lydia Cabrera, manos amigas del Madrid de los años 20, goces y extensiones del espíritu irreverente del poeta que le esperaban en la tierra del «coche de aguas negras«.

Si a Chacón y Calvo le debe en gran medida la mediación para su llegada la tropical isla, a doña Lydia le debe la presentación de su gran musa interpretativa Margarita Xirgu y el viaje al espíritu del orgulloso negro cubano, que se declara latino sin renunciar a su religión y patrimonio cultural, a diferencia del negro americano que conoció en el norte.

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El poeta Federico García Lorca junto a la excepcional actriz de teatro catalana Margarita Xirgu en Madrid. Fueron presentados por la cubana Lydia Cabrera

La antropóloga cubana le introduce en un bembé y Lorca rendido a la energía eléctrica o salvaje que emana de los cuerpos en trance, extensiones del nigromante que ejerce de iniciador, a punto está de desfallecer. Lydia es allí la reina blanca, sabia, respetada por los ancianos solemnes y Federico García Lorca el poeta hereje, sin iniciar pero que es recibido con algarabía y son, sin prejuicios. «A Lydia Cabrera y su negrita«, Carmela Bajerano, le había dedicado «La casada infiel» de su Romancero Gitano, la escritora no fue menos en su recepción habanera.

La noche habanera cubre a Federico García Lorca

Allí fue feliz Lorca, en la noche y la música de «las fritas» de la playa de Mariano «donde ya estaba el Chori» que diría Nicolás Guillén, acaso el más lorquiano de los poetas del período. En la noche que le cubre los pecados y le descubre los cuerpos se pierde o se encuentra García Lorca, de «las fritas» de Marianao, ubicados al borde de la noche, al puerto de La Habana donde los viajeros se van a la cama con las habaneras (y habaneros) de los treseros taciturnos.

Aquella Habana, que sucumbía literariamente al negrismo, encontró en Lorca un referente folklórico, dueño del verbo y el duende exacto para delimitar magníficamente la geografía e idiosincrasia de una región, la andaluza, sin alejarla del campo donde cobra sentido, ni empequeñecerla a los ojos de los eruditos más exigentes.

Los escritores cubanos descubrieron, dentro de aquel proceso de transformación cultural del período (1920-1935), un faro flexible capaz de marcar el carácter andaluz al tiempo que lo fundía, recuperando el hermanamiento no tan lejano de ambas tierras, en su famoso «esta isla es un paraíso. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba«.

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Federico García Lorca en un momento de júbilo y alegría

Su tropa nocturna no era, oh azares, cubana. En ella estaban el extravagante colombiano Porfirio Barba Jacob, el poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón y los españoles Adolfo Salazar y el pintor Gabriel García Maroto. Ellos fueron sus introductores adelantados en el mar de falos y promiscuidad habanera.

Una luz de Granada

De sus conferencias, origen del viaje, recuerda un joven estudiante José Lezama Lima:

«La seguridad de su voz en el recitado, le prestaba un gracioso énfasis, un leve subrayado. La voz entonces se agrandaba, abría los ojos con una desmesura muy mesurada, y su mano derecha esbozaba el gesto de quien reteniendo una gorgona, la soltase de pronto. El recuerdo de los cantaores estaba no solo en el grave entorno de su voz, sino en la convergencia del gesto y el aliento en todo su cuerpo, que parecía entonces dar un incontrastable paso al frente.»

Había nacido Federico García Lorca un 5 de junio de 1898. Meses después finalizaba la dominación española en Cuba, nacía la afamada «Generación Poética Española del 98» y también, quizás como un guiño, serían 98 los días del poeta en La Habana. Cumplió en ella 32 años, y de aquella imagen del corazón y alma rotas que había pisado la tierra cubana, menguadas las ganas y la poesía de su espíritu por los azares amorosos provocados tras la ruptura con Emilio Aladrén, su pareja de entonces, emergió recompuesto al dejar la isla.

Cuando Federico García Lorca llegó se hizo el amanecer entre muchos intelectuales, que le esperaban ansiosos pero el poeta trascendió ese plano y fue noticia constante entre los círculos sociales, ¿acaso no era ya el mayor poeta hispano vivo? La ciudad le amaba, los cubanos le amaron y él supo mantener esa llama viva.

En algunas cartas enviadas a sus padres se lee: «La Habana es una maravilla, tanto la vieja como la moderna. Es una mezcla de Málaga y Cádiz, pero mucho más animada y relajada por el trópico. El ritmo de la ciudad es acariciador, suave, sensualísimo y lleno de un encanto que es absolutamente español, mejor dicho, andaluz. La Habana es fundamentalmente española, pero de lo más característico y más profundo de nuestra civilización. Yo naturalmente me encuentro como en mi casa».

Si él había tenido un deslumbramiento viniendo de las tinieblas del invierno neoyorkino al penetrar, amante inadvertido, por la boca del puerto de una Habana profana, en constante efervescencia pero aún sin vulcanizarse contra el gobierno de Gerardo Machado.

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Federico García Lorca recostado en uno de los muelles de la playa de Marianao

En esa relativa revolución que precede a los hechos definitivos, casi siempre violentos, había espacio para la lluvia y el milagro. Guillermo Cabrera Infante lo «aplatana» en un pequeño relato que pudiera ser invención del escritor cubano o de un romancero apócrifo del poeta.

La Habana, que le abrió las piernas de sus grandes recepciones, que se puso el traje de la admiración y la reverencia, le entregó el alma templada en el cuero de chivo de los tambores negros, en la lágrima de madera que marcaba el tiempo de la rumba, ese espíritu natural y sobrehumano, que es el alma de la ciudad, también quiso despedirle a su estilo.

«Allí estaban Lorca y sus discípulos futuros. Estaba también La Habana literaria, la que no escribía poemas pero estaba dispuesta a escribir prosa como Lorca versos.

A través de las puertas abiertas del hotel Inglaterra (el aire no era acondicionado todavía) se veían las innúmeras columnas blancas al sol del portal, la Acera del Louvre y el parque al fondo con la estatua central soleada y sólida de otro poeta, José Martí, a quien mató, como a Lorca, esa bala con nombre que siempre viene a matar a los poetas cuando más falta hacen.

De pronto, como ocurre en el trópico, comenzó a llover. A llover de veras, sin aviso, sin esperarlo nadie, sin tregua. El agua caía por todas partes de todas partes. Llovía detrás de las columnas impávidas, llovía sobre la acera, llovía sobre el asfalto y sobre el cemento del parque y sus árboles que ya no se veían desde el hotel. Llovía sobre la estatua de Martí y su lívido brazo de mármol, la mano acusadora y el índice de cuentas eran líquidos ahora.

Llovía sobre el Centro Gallego, sobre el Centro Asturiano y sobre la Manzana de Gómez y aún más allá, en la placita de Albear, sobre la fuente de los mendigos y sobre la fachada del Floridita donde Hemingway solía venir a beber.

Llovía sobre la Citerea de Hergesheimer y sobre el paisaje blanco y negro de Walker Evans. Llovía en toda La Habana.

Mientras en el comedor los comensales devoraban el almuerzo cálido, indiferentes a la lluvia que era cristal derretido, espejo húmedo, cortina líquida, Lorca, sólo Lorca, vio la lluvia. Dejó de comer para mirarla y de un impulso saltó, se puso de pie y se fue a la puerta abierta del hotel a ver cómo llovía.

Nunca había visto llover tan de veras. La lluvia de Granada regaba los cármenes, la lluvia de Madrid convertía el demasiado polvo en barro, la lluvia de Nueva York era una enemiga helada como la muerte. Otras lluvias no eran lluvia: eran llovizna, eran orballo, eran rocío comparadas con esta lluvia. «Y todas las cataratas de los cielos fueron abiertas», dice el Génesis, y el Hotel Inglaterra se hizo un arca y Lorca fue Noé.

¡Había gigantes en la poesía entonces! Lorca siguió en su vigía, en su vigilia (no habría siesta esa tarde), mirando llover solo, viendo organizarse el diluvio delante de sus ojos.

Pero pronto notaron su ausencia del banquete y vinieron de dos en dos solitos y solícitos a hacerle ruidoso corro, como aconteció a Noé en su zoológico. Ya Lorca había escrito que los cubanos hablan alto y más alto hablan los habaneros, «los hablaneros». Lorca se llevó un dedo a los labios en señal de silencio respetuoso ante la lluvia.

El mido del banquete había terminado en el estruendo del torrente. Por primera vez para muchos periodistas, escritores y músicos que se reunieron en ese simposio sencillo, Federico García Lorca, poeta (poeta como se sabe quiere decir en griego hacedor), había hecho llover en La Habana como nadie había visto llover antes, como nadie volvió a ver después.

Guillermo Cabrera Infante. Lorca hace llover en La Habana, leído en Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid, 20 de mayo de 1986 en conmemoración del 50 aniversario del asesinato del poeta

Tras esa lluvia apocalíptica siguió el resplandor de su partida un 12 de junio de aquel 1930. El hechizo había sido consumado, poeta y ciudad seguirían la tensión amorosa en la distancia. No debe extrañar al lector que en una revista habanera se estremezcan al confirmar las noticias de su asesinato:

«Federico García Lorca, el altísimo poeta y dramaturgo español, ha muerto, según las fidedignas noticias que llegan hasta nosotros, fusilado por las huestes fascistas de Granada, reo del terrible delito de guardar una carta de su maestro Fernando de los Ríos, escrita hace muchos años, o más bien víctima de su propia gloria, de su perenne desprecio a la muerte, de su innata rebeldía, de su identificación con los dolores de su pueblo».

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Federico García Lorca y José María Chacón y Calvo, su gran valedor en Cuba, fundamental en su llegada a la isla

El plomo pérfido había adelantado el silencio definitivo, pero al dolor de la poesía que ya no brotaría de aquel ser se unió el de su más ardiente defensor, Chacón y Calvo, quién se achacaría hasta el final haberle facilitado el dinero a Federico García Lorca para el traslado a SU Granada, donde la muerte intentó, en vano, convertirlo en quietud, polvo y olvido un 18 de agosto de 1936.


Epílogo

“No olvidéis que en América ser poeta es algo más que ser príncipe”.

Federico García Lorca, en carta desde Cuba a sus padres

Los poetas no son nunca príncipes, Federico, acaso prestidigitadores, orfebres apócrifos de un arte en desuso, mal recompensado, pero nunca príncipes o querubes para adorar como esquirlas falsamente puras.

El poeta es barro entre los charcos de orine al amanecer del trópico, luz apenas de los alambiques improvisados de las cárceles, eco de los muros sordos al poder e insistencia de las olas, sopladores de arena fundida que no llega a ser cristal.

Verdad a medias, el poeta es brisa que pasa y no se desvanece. Tú, Federico, dejaste parte del duende andaluzYo sé que mi perfil será tranquilo/ en el norte de un cielo sin reflejo«) escondido en detalles nimios de tu Habana, donde la lluvia a media noche, amante fiel, aún te canta.