El Chori parece poseído, hace gestos irreverentes con la boca, saca la lengua, la muerde, juguetea con ella, realiza contorciones como si fuese una baqueta, mientras fija con el colimador de su vista a la cámara del noticiero ICAIC que le inmortaliza en plena explosión elegíaca.
El Chori es la estrella, el centro de la fiesta y la noche, las imágenes en blanco y negro no pueden extirparle los contraste reverenciales del brillo de su sudor. El Chori es un tipo único, nacido para trascender y provocar, nacido para persistir cuando se apaga la noche, nacido para convertirse él mismo en música y leyenda, pero sobre todo el Chori es un artista, alejado de moldes y modas, que suena contemporáneo y rebelde.
¿Dónde está el Chori?
Con este excepcional timbalero ocurre el extraño fenómeno del astigmatismo novelesco pues quienes escriben de él recurren muchas veces a la memoria oral de aquellos agraciados testigos de sus espectáculos en la Playa de Marianao, donde atrajo a grandes nombres de arte e incluso estrellas de aquel Hollywood tan cercano a las nocturnidades habaneras. El Chori nació para plegar y seducir a críticos y público por igual, a fin de cuentas, eso era él, un ente rico y lleno de contrastes, como la propia música cubana.
Cerca de la playa, pero al mismo tiempo escrito con tiza en las calles y paredes de la ciudad, el Chori estaba implícito en la propia sonoridad de La Habana y Marianao, atrapado por aquel mundo habanero que le era esquivo pero al mismo tiempo le reverenciaba en su exiguo templo, como un diablito ñáñigo, al primer toque de la fiesta se olvidaba de la vida y desataba toda su potencia sonera, que acompañaba con sus expresiones y gestos.
Llegó a La Habana en 1927, venía de la tierra del son, Santiago de Cuba, allí nació, según él mismo contó a Fernando Campoamor, un 6 de enero de 1900. Fue un regalo de Reyes, y como tal se sintió, era Silvano Shueng Hechevarría, el rey del mundo cuando desataba, con su peculiar estilo, sobre la percusión. Tan complejo y magnético fue este artista que no se conservan discos suyos, y es esa ausencia de registro sonoro parte indisoluble del halo místico que sobre su figura planea.
El artista que se anuncia solo
El Chori llegó a La Habana, y lejos de comerse el mundo como se podía aventurar tras su éxito en el cabaret Sans Souci junto a Miguelito Valdés, decidió entonces que el mundo viniese a él. Con esa falta total de trascendencia más allá del instante que transcurría mientras hacía de pailero, showman o cantante, gracias al imprevisible espectáculo que su cautivante ingenio era capaz de producir.
Era tal su aura en sus mejores momentos que le sacó al periodista de The New York Times, Drew Pearce, las mágicas palabras «quien visita La Habana y no se llega a la Playa de Marianao a ver al Chori, no ha estado en La Habana«.
Así llegó su nombre a ese enamorado de la música cubana que fue Marlon Brando, como antes fueron Federico García Lorca o George Gershwin. Fascinado por el talento de el Chori se lo quiso llevar a Hollywood, pero este más afilado y genuino se quedó en tierra, huyendo, según algunas leyendas urbanas, del propio aeropuerto de Rancho Boyeros para volver a su reino de las luces esquivas en su rincón de «Las Fritas» en la Playa de Marianao.
Aún así Hollywood y el cine, le encontraron. El talento se puede esconder y ocultar, se retrasa su reconocimiento, pasa a veces deshabitado como un tren de mercancías ruinoso que no parece llevar más rumbo que la constante sucesión de los días, pero al final el talento sobrevive, y el Chori fue un sobreviviente renegado, acaso su mayor derrota fue la bebida, pero sin ese elixir que le completaba no había «Showri» posible.
Las fritas en la Playa de Marianao
El Chori estuvo en la zona de las fritas desde finales de la década del 20 o principios ya del 30, hasta que el gobierno revolucionario cerró aquellos centros de ocio desenfrenado donde no se aplica más ley que el placer supremo y el goce total de los sentidos.
No eran las fritas unos cabarets al uso. Existía la delincuencia y la violencia, la prostitución era un oficio distendido, la droga (marihuana en su gran mayoría) hacía su presencia a las altas horas de la noche en que las fritas dominaban la vida de la ciudad.
El nombre de las fritas provenía del olor de la manteca requemada que impregnaba las pieles de los visitantes como una marca inequívoca de paso. Apenas habían luces o espacio pero aún así se llegaban hasta ese alejado rincón las más rutilantes figuras de la ciudad.
Pese a la lejanía del lugar allí, al final de la noche, estaba el Chori, y parecía que estaría siempre, pero ya no queda en ese rincón de tierra rastro de su presencia. Apenas tenemos certezas de su música, las canciones «La choricera» y «Hallaca de maíz» -que interpretó también Oscar de León- han quedado con su firma.
Por suerte la cámara le trató con mayor amabilidad que las disqueras y productores, tenemos las instantáneas de Chinolope. Algunas grabaciones para las películas «Un extraño en la escalera» (1955), «La pandilla del soborno» (1957) donde además de un Errol Flynn de capa caída, actuaban Carlos Más, Guillermo Álvarez Guedes y Aurora Pita.
En el documental, de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, «PM» (Pasado Meridiano-1961) todavía se puede ver a el Chori en su templo, como un orishas omnisciente e imperturbable en su altar, aunque con algunas canas. Poco después aquellos resquicios de la noche desaparecían como lo cuenta la musicógrafa, de voracidad insondable, Rosa Marquetti Torres, en su blog Desmemoriados (leer la entrada íntegra aquí).
«en julio de 1963 se inició y concluyó lo que se dio en llamar el plan de saneamiento de la Playa de Marianao, emprendido con prisa, pero sin pausa por el entonces Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT), con lo cual desaparecieron los famosos El Niche, La Taberna de Pedro y otros antros memorables en aquella zona de la diversión y la gozadera, junto a otros menos tolerables donde por décadas coexistieron en buena vecindad, músicos, bailarinas, vividores, friteros, proxenetas, traficantes, turistas y escritores, periodistas, poetas y pintores, y los más disímiles especímenes que esperaban que avanzara la noche sobre aquella zona agreste y sórdida anexa a la lujosa Quinta Avenida, para ser ellos mismos«.
Con la desaparición de aquellos templos de la gozadera barata, como apunta Rosa Marquetti Torres, hábitat natural de la bestia escénica que era el Chori, este quedó desamparado. Imposible de etiquetar su talento, de conceptualizarlo y de darle un rédito económico a su medida, el Chori quedó despojado de su mayor posesión, hacer música en vivo.
Falleció en su pequeño cuarto de la calle Ejido, donde una Santa Bárbara enorme le hacía compañía, el día exacto no ha quedado registrado, pero algunas fuentes mencionan que el cuerpo fue encontrado días después del deceso.
Era abril de 1974, quienes sacaron su cuerpo no sabían que salía el timbalero cuyo talento revolucionario era equiparable al de otros genios de la música cubana como Chano Pozo o Manengue.
Hoy apenas quedan rastros de su paso por el reino de este mundo, pero quiero creer que el Chori nos perdona este terrible olvido, quiero creer que el no precisaba de las despedidas ceremoniosas, acaso unos cigarros, sus baquetas y una botella de ron para el camino le bastaban. La fiesta en el otro mundo, ya se sabe, corre de su parte.
«Quiên no tiene de congo,tiene del Chori»
Gracias,por tan interesante reseña.