José Jacinto Milanés, hijo predilecto de Matanzas, poeta insigne de nuestra literatura. Nació en la Atenas de Cuba el 16 de agosto de 1814, siempre mantuvo una gran fidelidad a la ciudad. Nunca quiso alejarse por mucho tiempo de las orillas del Yumurí, de su hogar en Gelabert número 20.

José Jacinto Milanés
Estatua de José Jacinto Milanés en Matanzas

Viajó en varias ocasiones a La Habana, estuvo en Europa y vivió una temporada en Nueva York, pero nunca se sintió tan a gusto como «de codos en el puente«.

José Jacinto Milanés en La Habana

Las primeras experiencias de Milanés en la Habana fueron desafortunadas, quedó en medio de la epidemia de cólera morbo que asoló el territorio nacional en 1833.

Se había trasladado en 1832 a la capital por cuestiones de trabajo, contratado por Valentín Martínez, próspero mercader y amigo de Simón Ximeno, acaudalado matancero y tío político del poeta.

Este cambio no entusiasmó a José Jacinto, había un ambiente de inseguridad propiciado por las grandes desigualdades sociales. Imperaba la violencia, la falta de higiene y el desorden ciudadano.

La ferretería de Valentín Martínez, en la calle Mercaderes, fue para él un calvario.

José Jacinto Milanés
José Jacinto Milanés

Prefería el mundo de las artes, la literatura y el refinamiento a un trabajo mecánico como escribiente, rodeado de artículos inútiles y antiestéticos para él.

Aunque reconocía la belleza de la arquitectura habanera, consideraba que la urbe y sus habitantes no le podían brindar la inspiración y paz de su terruño.

La situación empeora al divulgarse los rumores sobre la amenaza del cólera morbo, que ya asolaba otros territorios de América.

José Jacinto Milanés
Los hermanos José y Federico Milanés

Es declarado de manera oficial el 4 de marzo de 1833 el brote de la enfermedad en La Habana; Milanés es testigo de la huída de las familias al campo, de las muertes y demás noticias de la pandemia.

La ciudad estaba cada vez más silenciosa, los moradores se ocultaban en el interior de las casas, solo se veían las hogueras que se suponía purificaran el aire y los carretones que transportaban cadáveres.

Esta estresante situación de aislamiento le provocó insomnio, falta de apetito y serios desajustes nerviosos.

Ante la llegada de una misiva de su madre reclamando su presencia, atemorizada por la pandemia, Milanés hace la maleta y parte en una goleta hacia Matanzas.

En la embarcación recibió una grata sorpresa, viajará con dos primos que también huyen del cólera.

Por cuestiones climáticas el viaje se hace largo e incómodo y al llegar al puerto se les impide desembarcar por orden de las autoridades sanitarias.

La epidemia había llegado a Matanzas y les obligan a realizar una cuarentena en la goleta.

Una vez que el infortunado poeta llega a su hogar se encierra en su habitación mientras dura la epidemia.
Y así termina la travesía en pandemia de José Jacinto de Jesús Milanés y Fuentes.

José Jacinto Milanés
Estatua viviente de José Jacinto Milanés. Grupo de teatro callejero NORIA.

De codos en el puenteL

Le poéte en des jouds impies

vient preparer des jours meilleures,

il est l’homme des utopies:

les pieds ici, les yeux ailleurs.

V. Hugo, Les rayons et les ombres.

San Juan murmurante, que corres ligero

llevando tus ondas en grato vaivén,

tus ondas de plata que bate y sacude

moviendo sus remos con gran rapidez,

(monstruoso cetáceo que nada a flor de agua)

la lancha atestada de pipas de miel:

San Juan, ¡cuántas veces parado en tu puente al rayo de luna que empieza a nacer,

y al soplo amoroso de brisas fugaces

frescura he pedido, que halague mi sien!

Entonces un aura, la más apacible

que en ondas marinas se sabe mecer,

que empapa sus alas en ámbar suave,

y a aquel que la implora le besa fiel,

haciendo en las olas que mansas voltean,

un pliegue de espuma, deshecho después,

llegaba a mis voces, cercábame en torno,

bañando mi frente de calma y placer:

y yo silencioso y a par sonriendo,

a Dios daba gracias del hálito aquél,

del beso del aura que casi es tan dulce

como es el de amores que da una mujer.

Mas siempre que pongo, San Juan murmurante,

el codo en el puente, la mano en la sien,

y siempre que miro los rayos de luna

que van con tus ondas jugando tal vez,

cavilo que fuiste, cavilo lo que eres:

y allá en las edades que están por nacer,

medito si acaso serás este río

que surca la industria con tanto batel,

o acaso un arroyo sin nombre, sin linfa,

que al pie de un peñasco, sin ser menester,

estéril filtrando, te juzgue el que pase

vil hijo de un monte sin nombre también.

que al paso que llevan los varios sucesos

que nunca atrás vuelven el rápido pie,

no extrañan los ojos ver llanos mañana

los cerros cargados de quintas ayer.

Asáltame a veces algún pensamiento

que el seno me oprime, y el débil poder

del ánimo triste, ni basta a templarle,

ni estorba tampoco que hiera cruel.

Amante ardoroso del arte divino

que esparce los rayos del claro saber,

sectario constante de todas ideas

que al lento progreso le suelten el pie,

desnudo de fuerza, privado de apoyo,

engasto en la rima, que sabe correr,

los gritos, los ecos de hermosa cultura

que atajen los males y tiendan al bien.

Mas ¡ay! ¡manso río! que van mis canciones

como esas tus ondas, que en dulce lamer

las unas tras otras tus márgenes corren,

y allá en la bahía se pierden después.

Y no me conceden los mudos destinos

la gloria profunda y el hondo placer

de verte ¡oh, Matanzas! ciudad adorada

que en dobles corrientes el rostro te ves,

colmada de fuerzas, colmada de industria,

feliz acogiendo, sin agrio desdén,

las artes hermosas que vagas mendigan,

y al vicio dedican su triste niñez.

Con todo, yo espero (porque es la esperanza

la amiga que el vate no puede perder)

que vean mis ojos un alba siquiera,

si un sol de cultura mis ojos no ven.

Si no, ¿de qué sirven, San Juan apacible,

tus aguas que brillan en manso correr,

tus botes pintados de rojo y de negro,

que atracan airosos a tanto almacén,

y el canto compuesto de duros sonidos

de esclavos lancheros que bogan en pie,

y alzando y bajando las palas enormes

dividen y azotan tus ondas de muer?

Atarés al ponerse el sol

Por contemplar de Atarés el castillo

me dio La Habana su gentil bahía,

y allí gocé del fenecer del día

hendiendole agua en volador barquillo.

Era todo el ocaso ardiente brillo,

y entre el manto de lumbre que allí ardía

el negro torreón nos ofrecía

contraste audaz, romántico, sencillo.

¡”Oh dije yo, cuando tendí la vista

a espectáculo tal, en donde el vuelo

pudiera desplegar ingenio artista:

¡esta es la vida y su ilusorio anhelo!

La vida, el torreón que nos contrista;

la hermosa lumbre, la ilusión del cielo.”


Bibliografía

  • Rodríguez Carmenate, Urbano. Milanés, las cuerdas de oro. Ediciones Matanzas, Cuba. 2013