Ignacio Herrera y O’Farrill fue el II Marqués de Almendares, título que ostentó desde el año 1852 en que lo heredara de su hermano, hasta el momento de su muerte, acaecida en 1884.

Considerado como uno de los hombres más ricos de su tiempo en Cuba, Ignacio José María de Herrera y O’Farrill (que así era su nombre completo) vivió una vida de lujos y excesos y dilapidó toda su fortuna hasta morir completamente arruinado y haciendo bueno aquel dicho con el que los peninsulares retrataban a gran parte de la sacarocracia criolla: «Padre millonario, hijo caballero y nieto pordiosero».

Casa Quinta del Marqués de Almendares en Marianao
Casa quinta del Marqués de Almendares en Marianao

Ni que fueras el Marqués de Almendares

Poseedor de seis ingenios y unos 10 000 esclavos que cotizados a la baja valían casi cuatro millones de pesos, el Marqués de Almendares se caracterizó en su juventud por su audacia para los negocios y su capacidad de empredimiento, logrando aumentar varias veces la fortuna familiar.

Tan grande fue su poder y su influencia que la monarquía lo cubrió de honores. Así, fue Gran Consejero de la Administración, Senador del Reino y Gran Cruz de Isabel la Católica.

Desafortunadamente para la gloria de su casa, Ignacio Herrera y O’Farrill fue también excéntrico y botarate como ninguno. Tanto, que cuando alguien vivía por encima de sus posibilidades, hacía gastos excesivos o, simplemente, tiraba la casa por la ventana le decían con sorna «Ni que fueras el Marqués de Almendares».

Casado en primeras nupcias en 1832 con Doña Serafina de Cárdenas y Veitía, hija del Marqués de Cárdenas de Montehermoso, el II Marqués de Almendares tuvo un total de nueve hijos de ese matrimonio, del que enviudó en 1856, para volverse a casar al año siguiente con una hermana de su finada esposa, Doña María Josefa de Cárdenas y Veitía, quien, a la vez era viuda de Rafael Montalvo y Calvo de la Puerta.

María Josefa, mujer acostumbrada al lujo y al derroche gustaba de vivir como la nobleza europea y no tuvo reparo alguno en ayudar al II Marqués de Almendares a dilapidar su fortuna.

Fue, durante este matrimonio que Ignacio Herrera y O’Farrill hizo construir sus dos grandes palacios: el de la Plaza de Belén, que encargó al arquitecto Ciriaco Rodríguez y que ocupa más de media manzana; y la bella quinta neoclásica en el pueblo de Marianao, muy cerca del manantial del Pocito, en la que pasaba las temporadas de verano.

En ambas residencias se encargó el marqués de que no faltara nada: las galerías fueron decoradas con estatuas de mármol y los muebles se encargaron a los mejores ebanistas, mientras la vajilla y la cristalería la hacía manufacturar con su escudo de armas en China y en París.

Por las noches se reunía en las mansiones del Marqués de Almendares lo más encumbrado de la sociedad colonial a hacer tertulia, discutir de la actualidad política o jugar bien fuerte (no fueron pocos los cafetales e ingenios que cambiaron de mano en esas partidas de naipes, ni las veces que el anfitrión hizo de banca haciendo traer de sus sótanos, bandejas repletas de onzas de oro).

Mas, como la suerte no dura para siempre, los excesos del II Marqués de Almendares, unidos a la mala administración de sus bienes y los daños que en ellos provocó la Guerra de los Diez Años, terminaron por desfondar su bolsa y a la muerte de su segunda esposa ya Ignacio Herrera y O’Farrill se encontraba completamente arruinado.

No sólo perdió su quinta de verano en Marianao, sino tambien sus objetos de arte y hasta su vajilla que fue a parar a manos de sus acreedores.

Ya anciano, pero aún orgulloso, se casó por tercera vez, con una mujer más joven que sus hijos, con la que vio languidecer lo poco que quedaba de su patrimonio.

Falleció en La Habana el 17 de julio de 1884 y a su sepelio acudió el mismísimo Capitán General, acompañado de las más importantes personalidades de la colonia.

Así reflejaba la prensa de la época el último adios de la alta sociedad habanera al Marqués de Almendares:

«El clero y los cantores de la Parroquia del Espí­ritu Santo con cruz alzada precedían el féretro, que era conducido en hombros y sobre el cual lucían las insignias de la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica y las de Gentilhombre de Cámara de Su Majestad.»