Crónica sobre las tardes en La Habana extraida del libro «Lo que fuimos y lo que somos» de José M. de la Torre

Tardes en La Habana

La una. Hora solícita (en los días de fiestas), del elegante y fino para cumplir con las visitas de etiqueta, y de la encantadora beldad para recibir la de su apasionado, a quien los minutos antes han parecido años. Las frutas y refrescos hacen dar treguas a los quehaceres en horas tan fatigosas.

Las dos. Vuelven ya los obreros a sus trabajos, en tanto van desocupándose las oficinas, cerrándose los bufetes y retirándose éste a los baños, aquel al hotel del Águila de Oro, y este otro al seno de su familia. Mil volantes Simonas paradas en el depósito del ferrocarril anuncian la próxima llegada de los trenes de pasajeros.

calle Obispo la Habana postal antigua

Las tres. Las opíparas mesas empiezan a ser honradas, y hasta las 5 permanece la población con alguna menos agitación; mas desde esta hora vuelve progresivamente a reanimarse aunque de un modo diferente.

Los placeres sustituyen generalmente a los trabajos, y quien desde bien temprano sale a respirar un ambiente más puro, ya en los campestres barrios del Cerro y Jesús del Monte, ya en las poéticas Puentes Grandes, Guanabacoa y Marianao, Chorrera, o bien en el Paseo Militar o jardín de Peñalver; quien antiguo parroquiano del mentidero ocurre devoto a su feligresía: éste puro clásico se encamina a ver los adelantos de las obras públicas, la fábrica del gas, la estación del telégrafo eléctrico,
el hospital militar, el salón de O’Donell (antes Alameda de Paula), o el Roncali, el despejado muelle, o bien las empinadas fortalezas de la Cabaña, del Príncipe o del Morro, donde en espléndido panorama se ofrece a la vista una dilatada ciudad rodeada de argentadas aguas y pintorescos collados*, lujosamente alfombrados por una rica y lozana vejetación, esmaltada por los colorantes rayos del moribundo Febo.

Castillo del Morro  La Habana

El enjambre de agentes de bolsa, que de mañana se asentaba en el muelle y al medio día hervía en la plazuela de Santo Domingo, establece sus reales en Escauriza y Tacón, hasta hora bien tarde de la noche.

Mil elegantes carruajes de todas clases conduciendo las deidades habaneras, ocupan en forma de cordón el dilatado paseo de Tacón y después el Isabel II, donde les espera una fila de gallardos jóvenes, sólo para el desconsuelo de verlas pasar fugitivas, cuatro o seis veces, mientras que por uno de los extremos del último paseo se vé atravesar un fúnebre carro conduciendo a la última morada al que ha dejado de existir.

La Habana

¡Tal es el drama de la vida!

Tocan las oraciones y cada cual toma distinta dirección; ésta por estar ya vestida de punto en Manco, se dispone a pagar una visita de cumplimiento, o a visitar a alguna que ha dado a luz un niño (más claro, a criticar el canastillero), o bien a ejercitar su lengua de paloma en algún velorio o visita de novia; aquella, atraída por un meliflo tema de la Lucía, se encamina hacia la retreta. Este, movido por túmidos anuncios, se dirige a alguna función teatral con que suelen distraernos los saltimbanquis; aquél, invitado, concurre a una tertulia en que una amable beldad hace el encanto con su brillante voz o prodigiosa ejecución de irresistibles danzas cubanas en el piano; este otro, más positivista, se dirige a oir instructivas lecciones en el Liceo Artístico y Literario.

Los espléndidos establecimientos de las calles de la Muralla, Obispo y O’Reilly, así como el hermoso mercado de Tacón, brillantemente alumbrado por gaseosa y nítida luz, se cubren de compradores y curiosos que se extasían admirando las preciosidades que encierran.

Oyense las nueve, y concluidos los melodiosos sones de la retreta, vuelven los sedientos y golosos a inundar la espaciosa Lonja o sea café de Arrillaga, para gustar sus afamados helados y chocolate; la Dominica y la Marina, para gozar de sus bien confeccionados dulces, la Imperial y la Columnata, para absorver sus gaseosas aguas de soda o para refrigerarse con exquisita orchata o nutrirse con un hermoso vaso de leche helada. Los habitantes de extramuros para satisfacer las mismas exigencias, se dirigen al hermoso y elegante café de Escauriza (rendez-vouz desde por la tarde que se llena de ociosos), o a las confiterías y neverías de Tacón y de las Delicias.

A las diez se ven cruzar por las calzadas del Cerro, de Jesús del Monte y de Marianao, las guaguas de los enamorados ; hace el amante su saludo a su encanto y la numerosa población se recoge, oyéndose solo desde media hora después, la voz del vigilante sereno y centinelas de las fortalezas. Solo se vé abierta alguna que otra casa, que espera la familia asistente a alguna diversión. El crujiente carruaje hace temblar las solitarias calles y anuncia la llegada. Mientras los jóvenes reunidos se preparan para entregarse a Morfeo; ¡pobre vestido de las Damas! Mientras las damas se ocupan de la misma operación ¡pobre vestido de las otras damas y de los hombres!