Quizás pocos habaneros han reparado alguna vez en la gran ironía que encierra el nombre de la calle Concha, cuya denominación oficial es Ramón Pintó. Quién fue Ramón Pintó, o qué relación tuvo con Cuba y con el Capitán General Concha, es lo que les traemos hoy.
El escrito que sigue es salido de la tremenda pluma de Nestor Carbonell, en su libro «Próceres» y rescata para la posteridad a una figura ya olvidada de nuestra historia, un catalán que ofrendo su vida a una patria que no era suya.
Ramón Pintó, por Nestor Carbonell
No es el único español que amó la libertad de Cuba, ni el único que por ella sacrificó la vida. Otros también la amaron, y por conquistarla se sacrificaron. Pero ninguno tiene ganado puesto más prominente en nuestra historia que el catalán franco y generoso, precursor de Céspedes y de Martí en el alto empeño de crear una nación libre sobre las ruinas de la colonia esclava.
¡El cadalso donde murió agarrotado fue antecesor del Calvario de San Lorenzo y del Calvario de Dos Ríos! Ramón Pintó, como López, como Agüero, dejó caer en el surco abonado con su sangre la simiente de la patria, que otros, más afortunados, habrían de construir, y otros ¡ay!, más tarde, logreros o patriotas, habrían de creer finca de su propiedad o templo bendito de sus más caros amores.
En Barcelona, la ciudad más progresista de España, nació -el 20 de junio de 1803. De niño fue al colegio, y en su juventud, estudió para fraile. Para graduarse estaba -o graduado ya-, cuando la perturbación en Madrid de 1820 a 1823, que lo hace cambiar la celda sombría del convento y el sayón del cura, por el traje del soldado y el bullicio del cuartel de la milicia liberal.
Cuando, auxiliado por Francia, el monarca Fernando VII vuelve a reinar, suprimiendo la Constitución, vino a Cuba, temeroso de la venganza de los reaccionarios, como apoderado del barón de Kessel y maestro de sus hijos. A poco de estar en Cuba es nombrado Contador del Crédito Público, cargo del que no llegó a tomar posesión, debido a que el Jefe de Hacienda -que había de ser su superior jerárquico- no quiso aceptarlo como subordinado, dado, según él, su genio levantisco.
Pensar libremente, no tolerar vejámenes, es para algunos signo de rebeldía. Ser un enamorado de la justicia, es para muchos ser un presunto delincuente. Y Ramón Pintó era todo eso, porque era un hombre. Y así, no cabía dentro de la Administración del Gobierno español en Cuba: su alma, como su pensamiento, no soportaban amarras. Obligado, para poder vivir, a agenciar distintos negocios, se abre camino, y es al cabo de poco tiempo Director del Liceo de la Habana, y redactor del Diario de la Marina, entonces periódico de la oposición.
Sus simpatías crecen y su influencia también. Durante el primer período del mando del general Concha, supo ganarse la amistad de éste. Durante el segundo período, siguieron siendo amigos. No obstante, cuando le denuncian que Ramón Pintó conspiraba, Concha, sin pruebas mayores, lo manda matar. Concha, a Pintó, a su amigo probado en la adversidad, lo hizo morir en el garrote. ¿Será cierto que el poder ciega a los hombres y los hace capaces de los mayores crímenes?
Hombre de talento y de ancho y generoso corazón, palpa la injusticia de España en Cuba, sometida a la más inicua esclavitud, y palpa la justicia de la aspiración de los cubanos a la plena libertad. Puesto en el dilema, prefiere estar con los oprimidos. Luego, siéntese capaz, como quien viene de la tempestad, de desatarla. Siéntese apóstol, y comienza, magnífico de sencillez, su apostolado. Su plan era, conquistar, atraer, por medio de la persuasión, y unir en la grandeza de la causa a blancos y negros, a ricos y pobres, a siervos y amos, y juntos todos, lograr, sin derramar sangre, o derramándola, la independencia de Cuba.
Enamorado de su idea, no pierde oportunidad para buscarle adeptos, para ir formando el ejército con que ha de hacerla triunfar. Así, cuando por haberse declarado contrario a la trata de negros el general Pezuela, Capitán General de la isla, los españoles intransigentes, que con la infame trata se habían enriquecido y continuaban enriqueciéndose, pedían su relevo, Ramón Pintó creyó -¡pobre soñador!- llegado el momento de hacer saber a esos españoles que la mejor solución que había, la más conveniente a ellos y a todos, era hacer de Cuba una República.
Esto hacía con sus paisanos, en tanto que se comunicaba con los cubanos desterrados, con hombres de tanto valer como Gaspar Betancourt (El Lugareño), Pozos Dulces, Valiente, Goicouría y otros, y les enviaba recursos monetarios para preparar la expedición del general norteamericano Quitman.
Consiguen, por fin, los españoles intransigentes, el relevo de Pezuela, y llega de nuevo Concha a gobernar a Cuba. Y Pintó continúa conspirando. Ya tiene a su lado, como Director de la Caja de Ahorros de la Junta Revolucionaria, a Carlos del Castillo; a Cecilio Arredondo como encargado de comprar las armas necesarias; a Juan Cadalso, como propagandista en la provincia de Santa Clara.
La organización tomaba forma: los hombres que habían de dirigir el movimiento en sus distintas ramificaciones estaban señalados para actuar en el lugar donde gozaban de más prestigio y eran más conocedores del terreno. Pero un criterio distinto era el de los conjurados. A este respecto, alguien que se le acercó a preguntarle si no sería eso un obstáculo para el triunfo, recibió de él esta respuesta:
El interés único y esencial es expulsar al gobierno español: esto se sobrepone a todos los demás intereses.
No, no fue el despecho, ni la ambición, lo que arrastró a Ramón Pintó a la muerte, ni el arrebato de un atacado de fiebre heroica. Fue su fe profunda en el derecho humano, su fervoroso amor por los parias. De haberse podido poner en práctica, de haberse hecho realidad el plan de Pintó, ¿hubiera éste triunfado? ¡Quién sabe! Lo que es de pensar es que, si triunfa, entre los vencedores, la obra se ahoga en una orgía de sangre y de horrores.
Denuncia y muerte de Ramón Pintó
Tres son las versiones que corren escritas acerca de quién lo denunció. Unos dicen que fue un presidiario nombrado Claudio González, escapado de Ceuta, donde había estado con algunos cubanos deportados; otros, que un norteamericano al servicio del Gobierno de Washington, conocedor de los planes revolucionarios por otros norteamericanos complicados en la empresa; otros, que uno de los españoles ricos a quienes le había hablado de su empeño.
Quién fue el delator, no se sabe ciertamente. Pero el 6 de febrero de 1855, el coronel Hipólito Llorente comenzó a instruir causa por conspiración para hacer la independencia de la isla de Cuba, ordenando el mismo día numerosas prisiones tanto en la Habana como en el interior.
Los primeros en ser detenidos fueron Ramón Pintó, Juan Cadalso y el doctor Nicolás Pinelo. Constituido el Consejo de Guerra, después de deliberar, pide pena de muerte para los tres. El Auditor, Miguel G. Gamba, estimando injusta la sentencia, pide que se suspenda su aprobación y que de nuevo se vea la causa por un consejo de revisión.
Pasa entonces la causa a manos de los magistrados de la Audiencia Pretorial, y éstos, «a pesar de no ser tantos ni tan convincentes los datos que contra los tres procesados arroja el sumario«, solicitan pena de muerte para Pintó y cadena perpetua para Cadalso y Pinelo. Contra este nuevo fallo, el Auditor García Gamba insiste en su dictamen anterior.
De lo expuesto por el Auditor no hizo caso el general Concha, quien aprueba la condena a muerte, en garrote vil, de su amigo Pintó, y la de diez años de prisión, en Ceuta, de Cadalso y Pinelo.
Vanos fueron los esfuerzos hechos para lograr que Pintó revelara el nombre de sus demás compañeros de ideales. Más de una vez entró en su calabozo el jefe de Policía, para ofrecerle la vida a cambio de revelaciones.
Dejadme morir tan honradamente como he vivido
respondía a las preguntas que se le hacían. Él 21 de marzo fue puesto en capilla, y al siguiente día, a las siete de la mañana, tranquilo, sereno, fue ejecutado. Al subir al cadalso, el sacerdote que lo acompañaba volvió a instarle para que hiciera algunas revelaciones, a lo que respondió, alzando las manos atadas: «¡No, padre, no!«
Dicen que en sus últimos momentos dijo a alguno, para que las hiciera llegar a sus hijos, estas palabras: «que no se avergüencen del nombre de su padre«.
A la muerte de Ramón Pintó -el 22 de marzo de 1855-, los revolucionarios cubanos todos, tanto los de adentro como los de afuera de la isla, se quedaron anonadados, contritos. Las Juntas se disolvieron. Hubiérase dicho que sobre las conciencias había descendido la noche… Con la muerte de Pintó, Cuba perdió un servidor leal y abnegado. Cuba le debe a Pintó la ofrenda de un recuerdo. ¡Qué su recuerdo sea luz inextinguible!
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