Aunque se movió también por otros ritmos -la exuberancia de su voz le permitía meterse donde quisiera- Celeste Mendoza ha quedado como la Reina del Guaguancó. En un país que ha dado talento musical como si fuese un cultivo agrícola menor, a Celeste Mendoza nadie le puede regatear su legado.

Ella lleva la corona de este rumbísimo género y está en el panteón supremo de divas absolutas junto a la gran Rita «de Cuba» -apellidada Montaner-, y las no menos célebres doña Celia de la Caridad Cruz, el estampido incontrolable de La Lupe, el diapasón de Olga Guillot y Elena Burke, o las menos mencionadas, y a veces incluso olvidadas, Esther Borja y el resto de las integrantes originales del cuarteto las D’Aída…

Abran paso que viene la reina

Suenan las tumbadoras en ese ambiente rumbero que huele a patio interior, ron y tabaco, Celeste Mendoza se abre paso a través del ritmo «Olviden las penas que tengo ganas…» un silencio teatral se impone, con la sonrisa pícara de la cantante, el coro reclama: «¿De qué Celeste?«; la voz juguetona continúa en la cadencia juguetona que la convirtió en la rumbera por excelencia de las noches habaneras de los años 50, y prosigue «…de gozaaaaarrr«.

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Portada del disco «La reina del guaguancó» que Celeste Mendoza grabó en 1989 y es uno de mis discos preferidos de música popular cubana de todos los tiempos

Así arranca el famoso disco de Celeste Mendoza «La Reina del Guaguancó«, la canción es Papa Oggun, y deja claro que ella es a la rumba (en especial al guaguancó) lo que Lola Flores al flamenco, para proseguir en un nostálgico «y aprovechen el momento, que luego les pesará«.

Celeste Mendoza, que nos perdone dios

En el torrente de su voz se gestan todas las tormentas sonoras que fluían desde el mestizaje racial que define al cubano. Deslizándose con cuidada armonía, y no pocos desgarros, para cristalizar en canciones legendarias. Si algo es reprochable al sonido que los medios modernos reproducen es la ausencia de la imagen de la diva moviéndose por el escenario, cautivando a un público en trance, estupefacto.

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Toda luz y frescura, Celeste Mendoza y un acompañante en los años cincuenta del pasado siglo, aún no tenía el turbante que sería pieza característica de su personalidad

La excepcional Celeste Mendoza nació un 6 de abril de 1930 en el barrio conguero de Los Hoyos, en la tierra musical por naturaleza, Santiago de Cuba, perteneciente a la antigua provincia oriental que vio nacer a tantos genios musicales cubanos como doña Olga Gulliot, Compay Segundo, Lorenzo Hierrezuelo, Sindo Garay, Ñico Saquito, y un innumerable etc.

«Y que la suerte se vire para mí»…

Hay que visitar Santiago y Los Hoyos para descubrir el conjuro de donde brota el dolor de Celeste Mendoza en una vibración rítmica que alegra, que es creación, pero que no olvida la raíz africana de donde proviene.

En ella están danzando, riendo, sufriendo, todos los fantasmas que han dado origen a la identidad cultural cubana. Celeste es melodía y vibración medida, pero es desparpajo y guapería de solar, es sol del trópico y tempestad, porque para ser uno no deja nunca de ser lo otro, en esa dicotomía cruel, propia, que la seguirá hasta el final de sus días, sola, más cercana a las estrellas que al cemento mal cuidado de los patios solariegos cubanos.

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Celeste Mendoza paseó su arte por casi todos los grandes cabarets habaneros, su estilo personal la convertía en una bestia del escenario con un talento natural para domesticar al público

Pero antes de ese desenlace Celeste Mendoza se lo ganó todo con su voz y su encanto y aunque el silencio y el olvido intentaron restarle brillo, su talento y su arte ha resistido toda desidia con la determinación y vigor que le caracterizó en vida.

Ella misma le confesaba a Luis Báez «Hijo, ¿Quién no ha tenido problemas con los burócratas? Incluso me tuvieron cerrada durante bastante tiempo».

La manida frase de mujer de armas tomar con ella toma otra dimensión -más allá de los rumores que le endilgaron puñaladas, manicomio y prisión-, en un mundo de hombres se impuso, inseparable del Benny Moré y de Rolando Laserie, la noche rumbera tenía su timbre asegurado.

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Celeste Mendoza junto el gran «guapachoso» Rolando Laserie en los Jueves de Partagás de CMQ TELEVISIÓN.

«Allá en la cumbre te espero»…

La Habana acogió a su familia cuando ella tenía 13 años. La Habana era el olimpo de los cantantes, en los años cincuenta el talento musical por metro cuadrado de la ciudad era difícilmente superable. En el Alí Bar se asentó tras pasar por el cuerpo de baile del cabaret de las estrellas de Tropicana donde Bebo Valdés y Rodney (Roderico neyra) tenían su feudo.

Atrás quedaban los intentos aficionados de la «Suprema Corte del Arte» del circuito CMQ, que conducía Germán Pinelli, las tardes de rumba en su barrio natal y las clases de música que impartió con su primo.

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La naturalidad de una mujer humilde, que llegó al teatro Olimpia de París en 1965, traspasa el brillo y las lentejuelas fugaces de la fama, no dejó de cantar, de venerar a sus santos y de beber ron, todo esto, cómo si no, a ritmo de guaguancó.

Celeste, en la cumbre, aunque sea sola

Decían los viejos borrachos, y poetas de mi infancia, «que todo el olvido es uno». Esta crónica se sabe incapaz de redimir su luz (ahora la escucho cantar «muere la luz cuando la tarde muere, cuando muere en el alma una ilusión») y sus traumas (si acaso sirven de algo estas letras sea para generar interés en su música).

El que escribe sabe que antes de que la encontraran muerta, en su casa del piso 18 del edificio de Línea y F, otrora conocido como el Retiro Radial, ya se sentía abandonada a su suerte (sigue cantando «cuando la triste soledad nos hiere y arrebata la fe del corazón«).

Poco importa ahora la fecha exacta, 21 o 22 de noviembre de 1998, la sensación de que a Celeste Mendoza se le podía proveer un mejor entorno para extraer más música de su alma persiste, y cómo no pensar así (sigue cantando «cuando se quiere, como yo he querido, nada importa la ausencia ni el dolor«).

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Las incomprensiones de un lado y otro del espectro político cubano tendieron un silencio alrededor de su ilustre legado. Es hora de devolverle a la reina la corona del guaguancó.

Quizás, en un contratiempo cabrón del destino, se fue a antes de tiempo, fiel a su idiosincrasia de hacer las cosas a su modo sin llegar a vivir el renacimiento de los ritmos cubanos tras el boom internacional de Buena Vista Social Club.

Aunque nos queda aquella canción (Sobre una tumba, a una rumba que el maestro Ignacio Piñeiro le montó) el que escribe no puede dejar de alzar su trago de ron y pedir «a tu memoria Celeste, en nombre de Yemayá y de la Caridad del Cobre», y que dios nos perdone por este amargo olvido.

"No la llores más
ni la sientas más,
que fue la gran bandolera
enterrador, no la llores"