Reseña sobre los titiriteros en la Habana tomada del libro «Memorias de una cubanita que nació con el siglo» de Renee Méndez Capote.

Reseña sobre los titiriteros en la Habana tomada del libro "Memorias de una cubanita que nació con el siglo" de Renee Méndez Capote.

Nosotros conocimos verdaderos titiriteros, auténticos, genuinos titiriteros, de esos que andan por los caminos en carros y arman su escenario ambulante en las playas y los pueblos y se visten de trapecistas, de payaso, de turcas y de bailarinas y van a golpes de tambor a despertar la generosidad, el ensueño o la lujuria.

Que entre elIos no faltó nunca la florecita de carne frágil que la vida irá mustiando prematuramente y que viene salpicada a falta de rocío con el polvo del camino y el prestigio de un arte que a fuerza de ingenuidad es verdadero.

¡Los titiriteros tienen que existir todavía!

Desprestigiados por el cinematógrafo, agobiados por el progreso del transporte, empequeñecidos por el radio y amenazados por la televisión, tienen, sin embargo, que haberse refugiado en alguna parte.

En alguna parte lejana y perdida, en algún rincón de tierra virgen que tiene que haberle quedado al mundo todavía …

Una vez apareció un trio de maromeritos. Eran dos varones y una hembra. No sé qué edad podrían tener; a nosotros nos parecieron gente grande que se había quedado chiquita, tan marcados estaban por las privaciones. Estaban descoyuntados y realizaban toda clase de contorsiones, pero con las caras contraidas como si les doliera.

La niña era bonita, bien conformada y a pesar de su delgadez los senitos empezaban a levantarle la tela burda de unas baticas que Ie iban quedando demasiado cortas.

Los tres estaban por debajo de su talIa, como si la vida miserable que llevaban les pesara encima impidiéndoles crecer.

Viajaban en un carro desvencijado, pintarrajeado de mucho tiempo atrás, con dos caballejos escuálidos, uno de los cuales tomaba parte en la función, y un viejo patilludo y triste que a nosotros nos pareció un ogro, pero que ellos lIamaban papá.

Llegaron una noche o una madrugada, porque al alba, cuando nosotros nos levantábamos para tomar el desayuno, vimos un espectáculo formidable: tres muchachos haciendo maromas allí mismo delante de nosotros, en una estera raida puesta en medio del camino amarillo, mientras el viejo de las patillas limpiaba y arreglaba cosas de colores y dos perros amaestrados daban volteretas cuando el lo ordenaba. Alli mismo estaba el carro con su escalerita y los caballos flacos buscaban briznas de hierba en los maniguales.