Reseña sobre los gitanos en la Habana tomada del libro «Memorias de una cubanita que nació con el siglo» de Renee Méndez Capote.
Por que venían los gitanos a una isla del Caribe ¿! Hacia dónde iban?! ¿Qué fuerza misteriosa los empujaba a mecerse dias y dias sobre el mar lejano para permanecer en Cuba poco tiempo y reasumir enseguida su peregrinar?
Mi época estuvo toda llena de gitanos que constituyeron en mi infancia un motivo de curiosidad inquieta.
Pensar que tribus enteras se desplazaban sin motivo aparente y que ese deambular por el vasto mundo fuera su manera de vivir, nos fascinaba y nos dejaba atonitos.
Temprano nos interesamos por la situacion geográfica de nuestro país e indagamos las rutas que lo unían con otras regiones, alertados por la curiosidad que nos despertaban los gitanos.
Eran verdaderos zíngaros de la Europa Central los que venían a Cuba a principios del siglo. Los reconocí más tarde en Hungria y por los caminos umbrosos de Alemania.
Era la misma raza abigarrada y fuerte, los mismos hombres, altos o bajos, pero siempre elásticos y vigorosos, con su tez pálida y sus largos cabellos negros. Las mismas mujeres finas, trajeadas con muchos colores, peinadas con gruesas trenzas entrelazadas con cintas, agobiadas por brazaletes, collares y múltiples sayuelas. Los mismos niños inquietos, de ojazos brillantes, vestidos igual que los mayores.
En el Vedado en la calle 15, entre B y C, en el terreno en que años después fabricó Marcelino Álvarez una casa en la que vivió durante años el desloves Cardenal Manuel Arteaga, se instalaban los gitanos.
Formaban su campamento con tiendas de campaña y organizaban la vida, llena de colorido, destinada a durar muy poco tiempo. Componían toda clase de cacharros de hierro y cobre, herraban mulos y caballos, arreglaban coches y carros. Vivían en una feria constante; las mujeres decían la buenaventura echando las cartas y leyendo en las lineas de la mano, y al son del pandero bailaba el oso.
Mientras estaban los gitanos acampados, las imaginaciones de los vecinitos se soltaban. Tenía un sabor extraordinario el campamento. Alli se estaban unos dias, viviendo con un trajín y una intensidad tremendos, como si aquella vida errante hubiera que quemarla en pocos dias, y una noche, como por encanto, desaparecían dejando un reguero de provisionalidad, de despreocupacion, en el ambiente cada año mas exclusivo del naciente barrio de residencias de ricos.
Al amanecer, un día, nos encontrábamos con que se habían ido con sus carros, sus caballos, sus muchachitos alegres y su oso flaco.
Nunca faltaban gitanos por los alrededores de La Habana y nunca eran los mismos. Los diferenciaba el oso; eran osos bajitos, negros, de pelo ralo; osos carmelitas de estatura mediana, entraditos en años, aunque nunca en carnes; osos amarillos altísimos, increiblemente flacos, de pellejos colgantes y caras tristes. Cada región de Europa parecía especializarse en osos de gitanos. Pero nosotros no supimos determinar nunca la región de la tribu por el oso.
Desconocer de dónde venían, eso formaba parte integrante del delicioso misterio que los rodeaba y los hacía más atractivos.
¡Cuántas veces bailaron osos de gitanos en el patio de mi casa, alternando con el andarin Carvajal!… ¡Cuántas veces me estremecí de miedo delicioso frente a una gitana amable que me pedía la mano sonriendo silenciosa o articulando palabras que yo no entendía, mientras mi fantasía arrancaba en un galope desenfrenado por países desconocidos, huyendo de los gitanos que se robaban a los niños para hacerlos maromeros! Y tengo que confesar que ni entonces ni ahora, jamás he oido hablar de gitanos maromeros.
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