Sus padres lo llamaron Barbarito porque nació el Día de la Santa Bárbara; y le quedó bien el nombre, porque Barbarito Diez fue un bárbaro de la canción (en el amplio sentido que los cubanos le dan a ese término, claro está); un caballero dentro y fuera del escenario, al que todos querían y admiraban, como artista y como ser humano.
Nació el 4 de diciembre de 1909 en el ya demolido ingenio San Rafael de Jorrín, en el término de Bolondrón, provincia de Matanzas.
Su padre, Eugenio Diez, obrero azucarero se movía a donde estuviera el trabajo, y cuando Barbarito Diez tenía cuatro años se lo llevó a vivir en el Oriente del país, al batey del Central Manatí.
Creció Barbarito Diez entre la melaza y los vapores del central y se convirtió en mecánico, un oficio menos «estacional» y que al menos le permitía seguir trabajando en los mantenimientos del coloso azucarero durante el pavoroso tiempo muerto.
Sin embargo, si bien la mecánica valía para espantar el hambre (que en las habituales condiciones del campo cubano de aquellos tiempos no era poca cosa), la verdad es que nunca le hubiese servido para escapar de las privaciones de la pobreza. Por eso decidió apostarlo todo y a los 21 años se mudó a La Habana en aras de una vida mejor, aunque ni le pasaba entones por la cabeza el sueño de convertirse en cantante.
«Yo vine a luchar. Vine a quedarme, porque como a todos los del campo, a todos los guajiros, La Habana me deslumbró desde la primera vez».
Entrevista a Barbarito Diez (1975)
Barbarito Diez la Voz del Danzón
En la capital del país se asoció con el trovador Graciano Gómez y el músico Isaac Oviedo, con los que comenzó a cantar profesionalmente en el Trío Los Graciano.
A este conjunto de pequeño formato, en el que cantaría por casi 30 años, llegó Barbarito Diez casi que de casualidad: Como le gustaba mucho la música, acudía con frecuencia a los locales donde ensayaban los músicos. En una de esas ocasiones, en la calle Vapor No. 7, conoció a Graciano y un amigo común le dijo al músico que Barbarito cantaba.
Graciano Gómez le pidió que le cantara algo y el joven interpreto el bolero «Olvidó». Todos los presentes aplaudieron hasta el delirio y el músico le invitó a formar un trío junto al tresista Isaac Oviedo.
Tanto impresionó a Graciano la voz de Barbarito Diez, que no le importó que este le dijera que no sabía tocar claves, ni maracas, ni mucho menos guitarra. Se había encontrado con una voz única y no la dejaría escapar.
Con la voz de Barbarito como divisa el trío Los Graciano se volvió pronto muy popular. Nunca les faltó el trabajo y constantemente los contrataban personas adineradas para amenizar fiestas privadas o actos de asociaciones. Además, tenían su espacio fijo en los cafés Mar y Tierra y Vista Alegre.
Este último, en la esquina de San Lázaro y Belascoaín fue muy popular entre la intelectualidad y los artistas de la República, un verdadero café bohemio a la vieja usanza. Del Vista Alegre eran habituales, entre otros muchos aladiles de la cultura nacional, Eduardo Robreño, Gustavo Sánchez Galarraga, Sindo Garay, Gonzalo Roig y Antonio María Romeu; figuras todas de enorme prestigio que elogiaron la voz y la calidad interpretativa de Barbarito Diez.
Un caballero llamado Barbarito
Curiosamente, y a pesar de llegar al ambiente bohemio de las noches habaneras, cargado de alcohol y besos vendidos, al joven Barbarito nunca le sedujo la vida de excesos.
Caballero dentro y fuera del escenario, nunca bebió, fumo, ni se le asoció al mal ambiente e historias truculentas, como sucedía entonces con frecuencia con los músicos. A Barbarito le decían «El Negro Lindo» – según contó en una entrevista su amigo Graciano – y todos lo consideraban un hombre de bien, incapaz de afrenta y excesos, que le caía bien a todo el mundo. De ahí que la alta burguesía cubana, siempre selectiva, gustara tanto de él y lo demandara todo el tiempo en sus clubes y sociedades más exclusivas.
El maestro Antonio María Romeu quedó encantado con su voz desde la primera vez que oyó cantar a Barbarito Diez en el Café Vista Alegre y le propuso trabajo en su orquesta, que amenizaba las noches desde «El Progreso Cubano» (que luego sería Radio Progreso) y que por ese entonces tenía sus estudios en la calle Monte.
A la Orquesta de Antonio María Romeu llegaría Barbarito como suplente y en 1937 se quedó fijo. Ese empleo le garantizó una mayor solvencia, sin embargo nunca dejó de cantar con su amigo Graciano en el Café Vista Alegre. De hecho, lo hizo hasta el 31 de diciembre de 1958 en que los dueños vendieron el local a una gran compañía que lo demolió con el propósito de levantar un gran hotel que nunca se construyó.
Su creciente popularidad le llevó a firmar contratos en el extranjero. Con el Sexteto Matancero de Graciano, cantó en México y Puerto Rico en 1933. Luego viajaría a República Dominicana, Estados Unidos y en varias oportunidades a Venezuela, el país de América en el que fue más popular Barbarita Diez, y en cuyos escenarios lo reclamaron hasta una edad muy avanzada.
Prolífero como pocos, grabó Barbarito una veintena de discos a lo largo de una exitosa carrera artística que se prolongó por seis décadas. Sólo dejó de presentarse en público cuando ya, muy anciano, las fricciones entre los músicos de su orquesta le obligaron a disolverla.
Sus últimos años los pasó apartado de los escenarios, aunque todavía concedió algunas entrevistas a los medios en las que dejó testimonio de su amor a la música y en especial al danzón.
Barbarito Diez falleció en La Habana el 6 de abril de 1995. De él escribiría una ilustres admiradora llamada Fina García Marruz:
"En su profunda naturalidad alienta alta, jamás aguda, serenísima. Cristal monótono, un tanto impasible, refleja todo lo que no entiende. Ala inocencia de la Isla canta el rey pacífico".
Barbarito Diez canta «Lágrimas negras» de Miguel Matamoros
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