En un artículo anterior tratamos el mito que envuelve la figura de Alberto Yarini, pero no nos extendimos en los sucesos ocurridos luego de su muerte debido a que contábamos con poca información.

Hoy traemos el final de un artículo del escritor Leonardo Padura, publicado en el libro El viaje más largo, donde se hace un excelente reconstrucción de los hechos.

Yarini, el rey Vida, pasión y muerte del más célebre proxeneta de Cuba

Aunque Louis Lotot y Alberto Yarini habían caído, aquella guerra viril no había terminado. El souteneur francés llegó sin vida a la Casa de Socorros donde fuera remitido. De las tres heridas de bala que le hiciera Yarini, sólo una fue mortal: la que le abrió la frente. 

Yarini, mientras tanto, fue remitido al antiguo Hospital de Emergencias de La Habana y puesto en manos del famoso doctor Freyre de Andrade que nunca tuvo esperanzas en la salvación del joven. 

Alberto Yarini
Alberto Yarini y su amigo Pepe Basterrechea

Minutos después de la llegada de Yarini, el hospital se convirtió en un hervidero de policías, políticos, prostitutas y familiares. La última acción de Yarini, como cabía esperarse de un rey, fue pedirle un papel a Freyre de Andrade y escribir con su letra tenue de moribundo:

De las tres heridas recibidas por el francés, el único responsable soy yo. Se las di al sentirme herido”. 

A pesar de la redada que realizó la policía, los amigos de Yarini no estaban dispuestos a verlo morir tranquilamente. Por eso, el 22 de noviembre, a las 5 y 50 de la tarde, se produce la segunda gran batalla de aquella guerra absurda. Los compañeros de Yarini se emboscaron en la calle Zapata, en las faldas del Castillo del Príncipe, y esperaron pacientemente el regreso de los “apaches” que asistían al entierro de Lotot. 

Entonces Antonio Infante, el negro Secundino Sánchez, el mulato Marcial Mendoza y Antonio Álvarez, alias El Curro, se lanzaron a la calle cuando vieron la carroza que traía a los franceses. El conductor detuvo el carruaje y se dio a la fuga, pero sólo otros dos franceses lograron imitarlo. Ernest Laviere cae herido de gravedad y Raoul Finet muere degollado. 

Algunos días después, otro de los amigos de Yarini cuyo nombre es un secreto todavía bien guardado, continuó la venganza y, con un palo de escoba afilado como una lanza, le atravesó el pecho a un “apache” galo. 

Mas, ni siquiera la furia solidaria de sus amigos pudo salvar a Alberto Yarini. El día 22, a las 11 en punto de la noche, el joven moría. La multitud que desde el día anterior se congregaba en el hospital, siguió entonces el cadáver hasta la casa paterna donde se efectuaría el velorio más concurrido de los primeros años de la República. 

Sin embargo, la apoteosis de dolor se produciría el día 24, a las 9 de la mañana, cuando el cortejo partió hacia el Cementerio de Colón. Miles de personas abarrotaron la calle Galiano y los amigos del rey insistieron en llevar el ataúd en hombros. 

Alberto Yarini
El entierro de Alberto Yarini fue uno de los más grandes que vio La Habana

Todo el mundo asistió a aquel entierro memorable: desde el presidente de la  República, José Miguel Gómez, hasta los homosexuales más baratos de San Isidro. Por las calles, mientras tanto, se desplegaban fuerzas de la Policía Montada y del Cuerpo de Infantería, para impedir cualquier acción de los “apaches” franceses. 

El féretro, finalmente acomodado en la carroza, fue sustraído a la altura de Carlos III y, sobre los hombros de los amigos, avanzó hasta su última morada. Al llegar al cementerio, los dolientes y curiosos que asistieron a aquel funeral inolvidable, escucharon entonces el sonido inesperado y telúrico de un coro de tambores, y vieron, por primera vez en el entierro de un “pagano”, la danza abakuá de dolor por la pérdida de un “ecobio”: los ñañigos, infinitamente agradecidos a Yarini por su decisiva contribución monetaria y moral para el entierro de otro “ecobio” bailaron su “enyoró” y dijeron adiós al rey. 

El cortejo salió de La Habana. Los balcones repletos. Parecía un día de luto nacional. Yo me quedé pasmado, porque cuando se trata de un hermano de uno esas cosas duelen más. Llegando a la Calzada de Zapata los souteneurs franceses empezaron a buscar rencillas. Se formaron dos bandos, con puñales en los bolsillos.

Querían vengarse de la muerte del marsellés matando a uno de nosotros. Yo hubiera sido un blanco perfecto para ellos. La policía hizo un cordón, pero ni así. La reyerta fue violenta de todos modos. Yo me escondí detrás del coche fúnebre, y gracias a eso estoy vivito y haciendo el cuento. Pero a la Petite Bertha le hirieron un seno. Así, sangrando, ella llegó al cementerio. Eso es lo que se llama una mujer. 

Las coronas volaron hechas añicos. La gente se dispersó por las calles de tierra del Vedado, pero al cabo de media hora el tumulto estaba otra vez organizado. 

Había que enterrar al hombre por encima de los tiros y puñaladas. Y se hizo, con la ayuda de Dios. 

Miguel Barnet, Canción de Rachel

E. P. D.

Desde la muerte de Alberto Yarini, Louis Lotot y Raoul Finet, la violencia se apoderó de San Isidro. Los chulos cubanos, los feroces guayabitos, declararon la guerra eterna a los apaches franceses y entonaron, incluso, un himno de combate: 

Franceses carentes de honor
salid de Cuba enseguida
si no queréis que Yarini
os arranque vuestra vida.

Entonces, con una frecuencia alarmante, se escucharon disparos en aquel barrio antes alegre y siempre infame. Morían los proxenetas y los prostíbulos desamparados tenían que buscar nuevos protectores. 

Pero el negocio decaía, pues los clientes temían andar por las calles ensangrentadas de San Isidro… Hasta que llegó el fin: el 23 de octubre de 1913, por un decreto presidencial, quedó oficialmente suprimida “la zona de tolerancia de San Isidro”… pero no la prostitución. 

Alberto Yarini
Alberto Yarini Ponce de León

Por eso se puede pensar que Alberto Yarini y Ponce de León, hecho mito y recuerdo, siguió andando por las calles de la ciudad y todavía hoy vaga por ellas, dueño de la corona que ningún otro chulo ha podido lucir.