Reseña sobre Tropicana y la mafia de La Habana tomada del libro «Nocturno de La Habana» del escritor T. J. English
Si La Habana de los años cincuenta era un soufflé de juego desenfrenado, teatralidad extravagante, música caliente y sexualidad descarada, el Tropicana era el ingrediente especial que le daba consistencia.
Situado en medio de una jungla tropical en las afueras de la ciudad, el club era desde hacía años uno de los palacios de diversiones más innovadores de La Habana, un lugar de baile, música y una clase especial de sensualidad cubana.
Las coristas del Tropicana eran famosas en todo el mundo por su voluptuosidad, y el cabaret ofrecía un tipo de teatro musical a base de lentejuelas y plumas que luego era copiado en París, Nueva York y Las Vegas.
Con los espectáculos al aire libre («Paraíso bajo las estrellas») como principal atracción y un casino anexo al club que era prácticamente una mina de oro, todo el que era alguien quería ser visto en el Tropicana. En medio de la creciente constelación de cabarets, hoteles-casinos y clubes nocturnos de la ciudad, el Tropicana era la estrella del Norte, un imán que atraía a celebridades, músicos, mujeres hermosas y gángsteres del mundo entero.
Las conexiones del club con el hampa venían de lejos y empezaban por el propietario, Martín Fox.
Con complexión de estibador, grueso torso, piel áspera y unas manos que parecían ganchos de carnicero, Fox era la clase de hombre capaz de desenvolverse entre tipos duros y hampones. Se parecía al actor Anthony Quinn y hablaba el argot cubano que había adquirido durante años moviéndose al margen de la buena sociedad.
Fox era un empresario hábil, un hombre que sabía alternar con estrellas de cine, presidentes y reyes, pero a menudo llevaba un Smith & Wesson del treinta y ocho metido en la cintura de sus bien cortados trajes de lino, una vuelta a sus tiempos de bolitero emprendedor.
En Tropicana Nights, historia picaresca de la sala de que escribieron conjuntamente Rosa Lowinger y Ofelia Fox —esposa de Martín desde hacía años—, se afirma que esta última dijo:
El rasgo que define a un cubano es el de ser una persona capaz de hacer prácticamente cualquier cosa por un minuto de placer.
Su marido, Martín, era un hombre que se dedicaba a proporcionar esos minutos, tanto a los cubanos como a los turistas que llegaban en gran número a la isla. Esta tarea le llevó a asociarse con la Mafia de La Habana, aunque Ofelia Fox negaría las implicaciones más amplias de esta asociación hasta el día de su muerte.
En sus memorias cuenta que fueron agasajados por Frankie Carbo, mafioso notorio afiliado al sindicato del crimen neoyorquino de Lansky:
La gente dice y escribe muchas cosas. No tengo conocimiento de que [Carbo] matara a nadie, y si Martín lo tenía, no podía hacer nada al respecto tampoco. Esos hombres formaban parte del mundo de los negocios. Carbo nos trató a cuerpo de rey en Nueva York.
Había un motivo para que los hampones de la lejana Nueva York trataran a Martín y su esposa a cuerpo de rey; fue porque Fox era un importante socio en los negocios y conducto entre las figuras del hampa, cubanas y estadounidenses, que formarían la Mafia de La Habana.
Inaugurado el 30 de diciembre de 1939, el Tropicana siempre había sido un establecimiento con pretensiones internacionales. Edificado en una finca de casi dos hectáreas y media en Marianao, el entorno del club era magnífico. Lo rodeaba una jungla natural paradisíaca, su principal cabaret estaba al aire libre y desde el principio presentó la mayor orquesta de Cuba.
Durante sus dos primeros años de funcionamiento, turistas de todo el mundo acudieron en gran número al Tropicana.
Durante la guerra, el turismo en Cuba disminuyó de ciento veintiséis mil visitantes en 1941 a solo doce mil quinientos en 1943. El propietario del Tropicana estaba tan decepcionado a causa de la mala marcha del club que una tarde, después de que una semana de pérdidas le dejara sin dinero suficiente para pagar los sobornos regulares a los oficiales del ejército que le daban «protección», hizo una propuesta a Fox: «Deme siete mil [pesos] y el casino es suyo». Martín se apresuró a aceptar la oferta y compró la concesión del casino del club.
Unos cuantos años más tarde, en lo que vino a ser una OPA hostil, compró la finca donde se había construido el club y echó a los demás propietarios.
El Tropicana no empezó a adquirir fama mundial hasta después de que Martín Fox se convirtiera en su único propietario en 1950.
Un momento clave de la evolución del club fue cuando en marzo de 1952 Fox contrató al coreógrafo Roderico Neyra, conocido sencillamente por el nombre de Rodney en los círculos del baile y la música de Cuba.
Solo una semana después de que Batista diera su golpe de Estado, iniciando con ello un período de tensión, la contratación por parte de Martín de un nuevo coreógrafo sería el principio de una historia que se desarrolló de forma casi totalmente ajena al resto del mundo.
La política traía sin cuidado a Fox. Lo único que le importaba era que se cumpliese su sueño de hacer del Tropicana la sala de espectáculos más deslumbrante del país.
Las bailarinas ligeras de ropa y los espectáculos atrevidos fueron lo que dio fama al Tropicana, pero la máquina económica que hacía que todo ello fuese posible era el casino del club.
Martín Fox era listo. A principios de 1954 transformó un garaje situado detrás del cabaret en una versión más pequeña y más sencilla del casino principal.
El local sería conocido como el Casino Popular y era un refugio para taxistas y otros habaneros menos ricos que no podían pagar los precios que se cobraban en el cabaret principal.
Si bien Fox edificó su negocio sobre los ricos y famosos, nunca perdió el don de tratar con la gente más humilde. No solo daba un peso de propina a los taxistas por cada turista que llevaban al club, sino que a algunos taxistas les pagaba un porcentaje de las ganancias de la casa cada vez que el turista que habían llevado perdía en el casino.
Fue una jugada ingeniosa que dio a los trabajadores de la isla un interés en la suerte de la Mafia de La Habana. Y, desde luego, con el Casino Popular abierto de sol a sol, muchos taxistas se jugaban inmediatamente su parte de los beneficios en el establecimiento.
Muchos cubanos se sentían especialmente orgullosos del Tropicana, que se anunciaba como el único de los grandes establecimientos de juego de la ciudad que era propiedad exclusivamente de cubanos.
Esto era verdad, hasta cierto punto. Fox era un guajiro y sus empleados administrativos eran en su mayor parte miembros de la familia o amigos que había hecho durante los años que llevaba en el negocio del juego. Asimismo, el cabaret era el principal escaparate de la ciudad para exponer el trabajo de cubanos de nacimiento: bailarinas, músicos, diseñadores de vestuario, directores de escena, etcétera.
El casino del club, sin embargo, era otra historia. Aunque en el Tropicana había más empleados cubanos que en la mayoría de los casinos, la concesión del juego despertaba la codicia de la Mafia de La Habana, que tenía buen ojo para reconocer negocios lucrativos.
Los primeros intentos de acercamiento por parte de la Mafia fueron sutiles. El 5 de octubre de 1954, Ofelia Fox recibió un abrigo de visón plateado de Santo Trafficante. Iba acompañado de una nota que decía: «Deseándole un segundo aniversario muy feliz». En aquellos momentos, Trafficante se hallaba en Tampa, en pleno proceso de la bolita, pero, a pesar de ello, tuvo suficiente presencia de ánimo para enviar un regalo suntuoso a la esposa de su «amigo» Martín Fox.
Para Trafficante, el atractivo del Tropicana era obvio: el club había pasado a ser la proverbial guinda en el pastel. El mafioso de Tampa poseía la concesión del juego en el Sans Souci, pero en 1954 Rodney, el coreógrafo, ya se había ido al Tropicana. Las celebridades y los grandes jugadores le habían seguido.
Como representante de la Mafia de la Habana, Trafficante necesitaba establecer una cabeza de playa en el Tropicana para demostrar que la Mafia era la garante de todo lo que prosperaba en su territorio.
En Estados Unidos, los mandamases del hampa acostumbraban a recurrir a la intimidación o la violencia cuando querían meterse en algún negocio que ya existía. En La Habana, esto no sería necesario. Martín Fox entendía los dictados del hampa. Si convenía a sus intereses aliarse con Trafficante y la Mafia de La Habana, lo haría. Lo único que hacía falta era convencerle.
Trafficante se dispuso a seducir a Martín, a ganárselo a fuerza de amabilidad. Le llamaba con frecuencia al club y se identificaba como el Solitario. El apodo tenía el fin de inducir a Fox a pensar que Trafficante actuaba solo, lo cual distaba mucho de ser cierto.
Pero para alguien como Fox, que dirigía un negocio muy personalizado, venderse a un solo socio resultaba más aceptable que entregarlo todo a un conglomerado que, como la Mafia de La Habana, aún estaba en mantillas. Santo se convirtió en un amigo y su semblante plácido e inescrutable aparece en muchas fotografías tomadas en la mesa del propietario que Ofelia Fox reunió y más tarde publicó en sus memorias.
Trafficante se dedicó a cultivar la amistad de Martín y su esposa, pero asimismo era consciente de que nunca sería bienvenido del todo al club a menos que conquistara también a los que trabajaban en él. Para ello utilizó el mismo método que había empleado para congraciarse con la esposa del propietario: aprovechar la menor oportunidad para hacer regalos espléndidos.
Que el propietario de un club rival hiciera regalos suntuosos a empleados del Tropicana tal vez parecía una intrusión a ojos de algunos, pero era algo que estaba en consonancia con la forma de actuar de la Mafia de La Habana. Trafficante quería asegurarse de que todo el mundo supiera quién era el jefe, y animaba a sus colaboradores a hacer lo mismo.
Norman Rothman era un subordinado de Trafficante que explotaba la concesión del juego en el Sans Souci, el casino rival, pero también a él se le veía con frecuencia en el Tropicana. En parte era debido a que la amiguita de Rothman, la despampanante Olga Chaviano, trabajaba de corista bajo contrato en el club.
Rothman era un elegante señor de cierta edad con una larga trayectoria en el negocio de las salas de fiestas que se remontaba a sus tiempos en Miami Beach. Muchos pensaban que tenía los ojos puestos en el Tropicana. Una vez más, a un competidor cuya amante era una de las atracciones estelares del cabaret se le podía ver como a alguien que se estaba metiendo en terreno ajeno, pero se le toleraba e incluso animaba. Después de todo, ¿qué podía ser más acorde con la imagen de la época que el emparejamiento de un judío de mediana edad propietario de clubes nocturnos y una seductora corista cubana?
La Mafia de La Habana era la que mandaba.
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