Uno de los más grandes poetas de todos los tiempos, el nicaragüense Félix Rubén García Sarmiento, conocido por todos como Rubén Darío, mantuvo siempre una estrecha relación con los intelectuales cubanos y visitó La Habana en tres ocasiones.
Rubén Darío llegó a La Habana por primera vez el 27 de julio de 1892 a bordo del vapor México. En ese momento se encontraba el poeta en tránsito hacia España donde representaría a Nicaragua en los festejos por el cutricentenario del descubrimiento.
En la capital de la Isla, Rubén Darío – que no era ningún desconocido para cubanos y españoles, pues sus trabajos se habían publicado en más de una ocasión en «La Habana Elegante» – fue ampliamente agazajado por lo que hoy llamaríamos la «sociedad civil».
Julián del Casal acudió a saludarlo personalmente en la redacción del país, pues ambos poetas mantenían mantenían una relación por correo desde hacía cinco años, y luego le acompañó al banquete que le ofreció El Fígaro al poeta nicaragüense.
Durante los tres días que permaneció Rubén Darío en La Habana, del Casal fue su perfecto anfitrión y le sirvió de valet en las tertulias, fiestas y juergas que se sucedieron una tras otra.
El 30 de julio se embarcó Rubén Darío en el vapor Veracruz con rumbo a España. Su encanto le había ganado en La Habana una legión de epígonos; el primero Casal que sin haberse perdido del Morro el buque corrió a escribir un elogio del nicaragüense en «La Habana Elegante» que salió publicado al día siguiente.
Tras cumplir su misión en España, Rubén Darío volvió a hacer escala en La Habana a finales de ese mismo año 1892, durante su viaje de regreso.
Llegó el 5 de diciembre a bordo del Alfonso XIII y se marchó ese mismo día. Esta vez no hubo tiempo para homenajes, pues el poeta permaneció apenas unas horas en La Habana; el tiempo imprescindible para saludar algunos amigos en la redacción de El Fígaro y hacer el trasbordo al vapor México.
Sin embargo, una crónica del propio Rubén Darío, publicada en el mismo Fígaro tres años después – en la que desliza el supuesto amorío de Julián del Casal con la señorita María Cay que terminaría casándose con el general Lachambre; y habla sobre el banquete que le ofreció la redacción – hace suponer que el poeta permaneció más tiempo en La Habana durante esa segunda escala.
También puede ser, perfectamente, que Darío, que escribía de memoria al cabo de varios años y muchos viajes, confundiera su primera escala con la segunda y ubicara de forma incorrecta este convite en El Fígaro… Y, vamos, que tampoco tiene demasiada importancia el asunto.
Rubén Darío y Martí
Más relevante resulta, sin dudas, para la historia y las letras hispanas, la relación que sostuvo Rubén Darío con el Héroe Nacional cubano José Martí, el más universal de los habaneros, y precursor del Modernismo, que con el nicaragüense alcanzaría su máxima expresión.
Los dos poetas se conocieron en 1893 en Nueva York, donde Darío, que se encontraba de visita en la ciudad, pidió ser presentado al cubano, por el que sentía un profundo respeto.
Martí tuvo la deferencia de invitarle a la velada del Hardman Hall en el que el Apóstol cubano hacía uso de su verbo encendido para llamar a la guerra con España.
No es un secreto para nadie que Rubén Darío era un españolista convencido que veía en la «Madre Patria» la alternativa a los «bárbaros fieros», pero esto no fue nunca un impedimento al cariño que profesó a Martí, al que llamaba «Maestro».
La admiración que sentía Rubén Darío queda claramente demostrada en el obituario que le dedica al Héroe de Dos Ríos a trece días de su muerte en el periódico La Nación y que luego incluiría en su libro «Los raros» (1896). Es allí donde el poeta lanza con dolor su célebre lamento)
«¡Oh Maestro!, ¿qué has hecho…?»
Expresión a la que algunos, por desconocimiento o mala intención, le han añadido la coletilla «Cuba no te merecía», un apocrifismo total.
Lo que en realidad escribe de forma textual Rubén Darío – un defensor del proyecto hispanoamericano que no podía comprender la actuación de Martí – y que ha sido comúnmente adulterado o descontextualizado es:
«Cuba admirable y rica y cien veces bendecida por mi lengua; la sangre de Martí no te pertenecía…»
Para más adelante, refiriéndose al que consideraba su maestro y amigo, concluir con una aseveración que sí sería tristemente profética:
«Cuba quizá tarde en cumplir contigo como debe».
Rubén Darío un «habanero» más
Tendrían que pasar casi 20 años para que Rubén Darío volviera a La Habana. Primero la muerte de Martí, el «desastre del 98» y luego la ocupación norteamericana de la Isla debieron impactar profundamente en el poeta e influir en esa pausa tan larga.
Finalmente, en septiembre de 1910 el periódico El Fígaro publicaba una exclusiva que causó sensación en los círculos intelectuales y literarios de la capital cubana:
«Rubén Darío viene a vivir a La Habana… Un cablegrama fechado en Jalapa (México) el viernes último nos confirma y ratifica la promesa que de viva voz nos hiciera, de consagrarnos algunos días, de esos que tan intensamente vive en su vida de artista trashumante y nostálgico.»
Es sabido que, al final Rubén Darío no vino a vivir en La Habana, pero sí realizó una larga visita en septiembre de 1910 para beneplácito de sus admiradores y amigos.
Darío llegó el día 2, de nuevo en el vapor México y regresó dos días después por el desaparecido muelle de La Machina para permanecer hasta el 8 de noviembre en que se embarcó con rumbo a Francia.
Según las crónicas de la época, durante el tiempo que permaneció en La Habana el poeta estuvo deprimido y rehuyó las apariciones públicas, a diferencia de su estancia de 1892.
Se alojó Rubén Darío en el hotel Sevilla y después, cuando quiso disfrutar de aires más tranquilos, en una pensión en el Vedado. Tomó como rutina (así lo cuenta la revista Carteles) visitar el Café Alhambra:
«(…) en el que acostumbraba a pasarse las horas ensimismado ante su ajenjo y viendo jugar al dominó a sus vecinos de mesa. «
Como un habanero más…
A pesar del aislamiento voluntario en que se sumió Rubén Darío en esa última visita a La Habana, no dejó de asistir al acto que se convocó el 21 de octubre en la tumba de su amigo Julián del Casal, al que le dedicó unas sentidas palabras.
Precisado por un periodista de La Discusión que le rogó un recuerdo de su tercera y última visita a la Isla, escribió Darío:
Paz y progreso y gloria a Cuba, país que admiro y que he amado siempre… Rubén Darío.
Rubén Darío y José Martí en Nueva York
En 1913 publicaba Darío una crónica sobre su primer encuentro con el Apóstol José Martí de la cual reproducimos un extracto a continuación.
«Me hospedé en un hotel español, llamado el hotel «América;» y de allí se esparció en la colonia hispano americana de la imperial ciudad la noticia de mi llegada. Fué el primero en visitarme un joven cubano, verboso y cordial, de tupidos cabellos negros, ojos vivos y penetrantes y trato caballeroso y comunicativo. Se llamaba Gonzalo de Quesada, y es hoy ministro de Cuba en Berlín.
Su larga actuación panamericana es harto conocida. Me dijo que la colonia cubana me preparaba un banquete que se verificaría en casa del famoso «restaurateur» Martín, y que el «maestro» deseaba verme cuanto antes.
El maestro era José Martí, que se encontraba en esos momentos en lo más arduo de su labor revolucionaria. Agregó asimismo Gonzalo, que Martí me esperaba esa noche en Hartmand Hall, en donde tenía que pronunciar un discurso ante una asamblea de cubanos, para que fuéramos a verle juntos.
Yo admiraba altamente el vigor genial de aquel escritor único, a quien había conocido por aquellas formidables y líricas correspondencias que enviaba a diarios hispano-americanos, como La Opinión Nacional, de Caracas, El Partido Liberal, de México y, sobre todo, La Nación, de Buenos Aires.
Escribía una prosa profusa, llena de vitalidad y de color, de plasticidad y de música. Se transparentaba el cultivo de los clásicos españoles y el conocimiento de todas las literaturas antiguas y modernas; y sobre todo, el espíritu de un alto y maravilloso poeta.
Fui puntual a la cita, y en los comienzos de la noche entraba en compañía de Gonzalo de Quesada por una de las puertas laterales del edificio en donde debía hablar el gran combatiente. Pasamos por un pasadizo sombrío; y, de pronto, en un cuarto lleno de luz me encontré entre los brazos de un hombre pequeño de cuerpo, rostro de iluminado, voz dulce y dominadora al mismo tiempo y que me decía esta única palabra: ¡Hijo!
Era la hora ya de aparecer ante el público, y me dijo que yo debía acompañarle en la mesa directiva; y cuando me di cuenta, después de una rápida presentación a algunas personas, me encontré con ellas y con Martí en un estrado, frente al numeroso público que me saludaba con un aplauso simpático. Y yo pensaba en lo que diría el gobierno colombiano, de su cónsul general sentado en público, en una mesa directiva revolucionaria anti-española.
Martí tenía esa noche que defenderse. Había sido acusado, no tengo presente ya si de negligencia, o de precipitación, en no sé cual movimiento de invasión a Cuba. Es el caso, que el núcleo de la colonia le era en aquellos momentos contrario; mas aquel orador sorprendente tenía recursos extraordinarios, y aprovechando mi presencia, simpática para los cubanos que conocían al poeta, hizo de mi una presentación ornada de las mejores galas de su estilo.
Los aplausos vinieron entusiásticos, y él aprovechó el instante para sincerarse y defenderse de las sabidas acusaciones, y como ya tenía ganado a su público, y como pronunció en aquella ocasión uno de los más hermosos discursos de su vida, el éxito fue completo y aquel auditorio, antes hostil, le aclamó vibrante y prolongadamente.
Concluido el discurso, salimos a la calle. No bien habíamos andado algunos pasos, cuando oí que alguien le llamaba: «¡Don José!» «¡Don José! Era un negro obrero, que se le acercaba humilde y cariñoso. «Aquí le traigo este recuerdito,» le dijo. Y entregó una lapicera de plata. «Vea usted, me observó Martí, el cariño de estos pobres negros cigarreros. Ellos se dan cuenta de lo que sufro y lucho por la libertad de nuestra pobre patria!»
Luego fuimos a tomar el té a casa de una su amiga, dama inteligente y afectuosa, que le ayudaba mucho en sus trabajos de revolucionario.
Allí escuché por largo tiempo su conversación. Nunca he encontrado, ni en Castelar mismo, un conversador tan admirable. Era armonioso y familiar, dotado de una prodigiosa memoria, ágil y pronto para la cita, para la reminiscencia, para el dato, para la imagen. Pasé con él momentos inolvidables; luego me despedí.
El tenía que partir esa misma noche para Tampa, con objeto de arreglar no sé qué precisas disposiciones de organización. No le volví a ver más. Como él no pudo presidir el banquete que debían darme los cubanos, delegó su representación en el general venezolano Nicanor Bolet Peraza, escritor y orador diserto y elocuente.
Al banquete asistieron muchos cubanos prominentes, entre ellos Benjamín Guerra, Ponce de León, el doctor Miranda y otros, Bolet Peraza pronunció una bella arenga y Gonzalo de Quesada una de sus resonantes y ardorosas oraciones.
Al día siguiente tomamos el tren, Gonzalo y yo, pues mi deseo era conocer la catarata del Niágara, antes de partir para París y Buenos Aires. Mi impresión ante la maravilla confieso que fue menor de lo que hubiera podido imaginar. Aunque el portento se impone, la mente se representa con creces lo que en la realidad no tiene tan fantásticas proporciones.
Sin embargo, me sentí conmovido ante el prodigio natural, y no dejé de recordar los versos de José María Heredia, el de castellana lengua. Retornamos a Nueva York y tomé el vapor para Francia…..
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