Pocos, más allá de los estudiosos de las letras, han oído hablar de Miguel de Marcos, nacido en La Habana un 7 de octubre de 1894, y uno de los más grandes exponentes del periodismo cubano de todos los tiempos.

Abogado de profesión: se graduó de Derecho Civil en la Universidad de La Habana por 1916 y ejerció unos tres años; Miguel de Marcos prefirió, sin embargo, ganarse la vida con la pluma en vez de con la toga.

Comenzó como colaborador en el periódico Cuba, y como escribir era algo que se le daba tan bien, a lo largo de su exitosa carrera fue un habitual redactor y colaborador de Tiempo, Prensa Libre (de la que fue director), Diario de La Marina, La Nación, Heraldo de Cuba, El Mundo, Carteles, Avance, Bohemia, Social y Grafos.

Miguel de Marcos
Miguel de Marcos en 1954

Miguel de Marcos y el periodismo total

En la prensa Miguel de Marcos anduvo por todo el escalafón: ejerció funciones de director, subdirector, jefe de redacción, jefe de páginas políticas, entrevistador, cronista y editorialista.

Su talento y el peso intelectual de su pluma fueron ampliamente reconocidos por sus contemporáneos. Así, se le honró con la membresía de la Academia Nacional de Artes y Letras y la Asociación de Escritores y Artistas Americanos.

miguel de marcos recibiendo el premio justo de lara
Miguel de Marcos recibiendo el premio Justo de Lara

Miguel de Marcos recibió en 1938 el Premio Justo de Lara y doce años después el Juan Gualberto Gómez, los dos galardones periodísticos más importantes de la Cuba republicana.

Al llegar la televisión a la Isla contaba ya con más de 50 años, pero no dudó en dar el salto al nuevo medio y se convirtió en uno de los panelistas de «Ante la Prensa».

A lo largo de su extensa carrera como periodista utilizó los seudónimos de Mig, Tirso Asís y Teodorico Raposo.

Falleció en su ciudad natal el 30 de diciembre de 1954 a la edad de 60 años.

Irreverencia y choteo

Poseedor de un humor bien fino y una pluma muy cáustica, Miguel de Marco fue considerado siempre como un «tipo incómodo», capaz de burlarse de las cosas más serias de una forma muy seria.

Irreverente ante todo se alzó contra las verdades establecidas y los lugares comunes que llenaban la prensa republicana con alardes exaltados de nacionalismo.

Su texto más citado es, sin dudas, «Tristeza de Cuba», aparecido en la Revista de Avance de 1938 y que le valiera el Premio Justo de Lara. En ese trabajo, y en la línea de lo expresado anteriormente arremete con fuerza contra las ideas preconcebidas y autocomplaciente del nacionalismo barato.

Los dos últimos párrafos son una síntesis de sentido periodístico y altos vuelos en el lenguaje, que bien vale la pena recordar aquí:

Y son hoy los falsos psicólogos –juglares de los beatos superficialísimos cómodos– los que, repitiendo a su manera la bellaquería del reitre espeso del coloniaje pretenden ver en el cubano un sujeto ligero, despreocupado, personaje equívoco de rigoladas, de tragos y maracas, como si el alma de un pueblo pudiera encerrarse en la eclampsia bestial y lasciva de la rumba. Porque la ligereza, la despreocupación, la jácara –y aun la agudeza y el ingenio– no son la alegría, la alegría que excluye las prisas y los retardos, la alegría que es siempre un poco de primavera guardada en el corazón, en el corazón que ha de ser un tesoro, un granero, una infancia.

El cubano es triste, y hay, por eso mismo, una tristeza de Cuba. Para extraerla de ese sudario, antes que nada, hay que proceder a una tarea de revisión: reconocer esa verdad y destruir la leyenda. Entonces llegará la hora de la reconstrucción, porque en esa tristeza, que es una ciénaga lúgubre, el cubano se inferioriza, se diluye, se extravía. Tristeza de Cuba, que no es ni siquiera una ruta hacia la dulce y pequeña melancolía de esa hierba tácita que crece junto a las tumbas abandonadas.

Tristeza de Cuba que se engarza a una vana agitación sin escudriñar la genuina poesía que duerme en los descansos, en los ensueños, en los silencios. Tristeza de Cuba que precisa romper, que es necesario exorcizar para instalar, en el lugar de ese fantasma abatido, la alegría veraz, la que ríe y la que razona, la que hace de su carcajada una fuerza, una firmeza y una sensatez, una creación inapelable y una serenidad, la alegría robusta –la de hoy, sin palabras de ayer, la que infunde un coraje a las horas, la que inserta en lo actual, en lo presente, pretéritas declamaciones de doliente caducidad.