Sobre el Capitán General Miguel Tacón han escrito cubanos y españoles en abundancia, pero esta vez traemos la opinión de una pluma neutral. Hemos mencionado varias veces en esta página al escritor y periodista americano Samuel Hazard. De su recorrido por la Isla de Cuba nos dejó un libro Cuba a Pluma y Lápiz en la cual recogía sus impresiones de La Habana en los distintos viajes que realizó a la misma entre 1863 y 1870.

En el artículo de hoy se desvía un poco de los tópicos más cercanos a los de un cuaderno de viaje para entrar de lleno en un tema que, más de 25 años después, seguía dando de qué hablar como era el tiempo de mando del Capitán General Tacón (1834-1838), uno de los más controvertidos de la historia cubana durante el período colonial español.

Esta transcripción es literal por lo cual puede que algunas frases resulten chocantes para el lector como fueron para algunos de los intelectuales cubanos del período.

Samuel Hazard sobre Miguel Tacón

De todos los gobernadores que tuvo la Isla, el general Tacón parece haber sido el mejor, esforzándose en mejorar la Isla, y particularmente la Habana; dictando leyes, castigando ofensas y haciendo más segura la vida de sus habitantes.

paseo de Tacon o paseo militar
Entrada del paseo de Tacón o de Carlos III

Se cuenta de él que, imitando al gran rey Alfredo, prometió a los cubanos que llegarían a poder dejar abandonadas en los caminos bolsas de dinero, sin temor a que fueran robadas.

Su personalidad es reverenciada por todos los cubanos, debido al bien que hizo; y paseos, teatros y monumentos llevan su gran nombre en la Habana. Corre por la Habana una historia, de cuya autenticidad no respondo, pero que ha sido delicadamente contada en la revista The Nation, como traducida de la obra de Von Sivers, un viajero alemán, que reproduzco aquí al pie de la letra:

«Miralda Estalez era una hermosa joven de la Habana, quien, después de la muerte de sus padres y de sus hermanos y hermanas, se encontró única heredera de la casa y establecimiento de tabacos de su padre. No contaba más que diez y seis años de edad pero, las penas en su temprana vida habían ensombrecido su carácter con cierta melancolía, que, no obstante, constituía un nuevo encanto de su belleza.

Su establecimiento de venta de tabacos era el más concurrido. Tanto el ocioso como el comerciante atareado jamás dejaban de pasar por la calle del Comercio cuando deseaban un tabaco y a menudo aun no deseándolo. Trataba por igual a todos sus parroquianos, sin mostrar para ninguno la más ligera preferencia, hasta que se dijo que especialmente favorecía a un joven botero llamado Pedro Mantanez, que hacía el recorrido entre el Castillo del Morro y la Punta.

Sin embargo, el Conde Almante, uno de los más alegres caballeros de la Habana, sin poner atención a lo que se decía, persistió en considerarse el favorecido, sin darse cuenta de que ella se mostraba tan afable con él como con los demás.

Se pasaba el tiempo charlando con la joven, y cierta tarde entró en la tienda, fumó un tabaco y estuvo hablando con ella hasta que los establecimientos vecinos se cerraron y las calles estaban desiertas. Tan pronto se creyó libre de toda intrusión, hizo sus declaraciones amorosas, le ofreció el dinero que quisiera por su tienda y puso a su disposición otra tienda en su palacio del Cerro, donde podía continuar el negocio a la vez que vivir siendo su amante.

En vez de aceptar las proposiciones, la muchacha le mencionó el nombre de otra tienda donde vendían mejores tabacos que en la de ella, suplicándole que en lo sucesivo acudiera a dicho lugar. Almante, creyendo que hablaba de broma, se acercó más, pero Miralda, que al parecer había previsto el caso, sacó una daga, y, con ojos fieros, le dijo que tuviera cuidado, ante cuya actitud él se retiró.

La muchacha suspiró tranquila, congratulándose de haberse librado de su perseguidor. Pasados algunos días, un piquete de soldados, al anochecer, hizo alto en la puerta, y el oficial que los mandaba ordenó a la muchacha, en nombre de la ley, que le siguiera.

Sabiendo que no había cometido ninguna falta, no se opuso a cumplir las órdenes de Tacón y siguió al oficial. Pero cuando se vio en la cárcel y se disponían luego a sacarla de la ciudad, llena de temor pidió a dónde la llevaban. Sólo el silencio obtuvo por respuesta, hasta que la condujeron al Castillo de Almante, en el Cerro, donde el Conde la recibió con rostro sonriente, expresándole la confianza de que abandonaría su actitud obstinada.

Por toda respuesta mostró su daga al penetrar en la habitación que le destinaban. AHÍ permaneció varios días sola, rehusando las visitas del Conde, en la seguridad de que Pedro, a quien había comunicado la persecución de Almante, acabaría por descubrir el lugar en que estaba encerrada.

Efectivamente lo descubrió, y disfrazándose de monje, obtuvo acceso hasta ella, acordando ambos solicitar justicia de Tacón. Pedro acudió ante el gobernador, que le concedió audiencia en seguida.

•—¿Es Miralda hermana de usted?—preguntó con sombría expresión a Pedro, al terminar éste su relato.
—Mi novia—replicó Pedro.

Tacón entonces le ordenó se acercara y poniéndole delante un Crucifijo, y con una mirada penetrante le conminó
a que jurara que lo que le había dicho era verdad. Pedro se arrodilló, besó la cruz y juró. Tacón le dijo que aguardara
en el próximo salón, dándole seguridad de que el asunto iba a ser inmediatamente solucionado.

En el curso de dos horas, Miralda y Almante fueron conducidos ante el gobernador.

—¿Se ha valido usted de su uniforme de policía para el rapto de esta muchacha?—díjole al Conde.
—Fui lo bastante irreflexivo para hacerlo—replicó.—No puedo justificarme ante usted.

El juez supremo volvió a preguntarle:

—¿Cometió alguna violencia con la joven? Contésteme por su honor.
—Por mi honor le juro que no.

Tacón escribió algo en un papel, y luego continuó cuestionando a los que estaban en su presencia. Al poco rato entró
un sacerdote, y Tacón le ordenó que inmediatamente efectuara el matrimonio de Miralda Estalez y el Conde Almante.

En vano protestó el Conde, apelando a su nobleza; en vano imploró Pedro que no se efectuara. Miralda parecía presa
de un estado de inconsciencia, y antes de que ninguno de los tres recobrara su presencia de ánimo, se terminó la ceremonia.

Ordenó entonces a Almante que saliera del castillo, y que se quedaran Miralda y Pedro. Tacón atendió a sus otros asuntos; pero apenas había transcurrido media hora, cuando el oficial de guardia entró:

—¿Se ha ejecutado mi orden?—inquirió Tacón.
•—¡Sí, Excelencia! Nueve balas atravesaron el cuerpo del Conde cuando pasó por la esquina de la calle que usted
mencionó.

Tacón volvióse hacia el sacerdote y le dijo:

—Usted se encargará de que se haga el anuncio legal del matrimonio aquí efectuado hace poco, así como del legal
anuncio de la muerte del Conde Almante, con la adición de que, a falta de otros herederos, su viuda es la única que hereda su fortuna y su nombre.

Miralda y Pedro fueron en seguida despedidos con el amistoso requerimiento de que en lo sucesivo atendieran el
caso por sí mismos»

El editor del libro aclara sobre esta historia: «tanto por lo inverosímil de la acción como por los
•extraños nombres de los personajes, el lector habrá ya colegido
que se trata de una narración puramente imaginativa».
miguel tacon

Volviendo a Tacón, ciertamente realizó maravillas. Empezando por atacar los males de raíz, logró al fin establecer su autoridad sobre toda la Isla. Habiendo el gobernador del departamento oriental rehusado reconocer su autoridad, despachó contra él una expedición de 3,000 hombres.

Mariscal de Campo don Manuel Lorenzo, el insurgente, no logrando que las tropas bajo su mando se dispusieran a luchar contra sus hermanos de armas y contra la autoridad del capitán general, se vio en el caso de tener que huir de la Isla. Luego procedió Tacón a poner en orden otras cosas, dictando estrictas y severas leyes, particularmente contra el vicio nacional de jugar al Monte.

el calesero
Esta era de las imágenes que más se repetían en la época

Como el resultado de estas medidas fueron altamente beneficiosas para todos, no debemos juzgarlo duramente por el empleo de medidas que en nuestra época pudieran parecer despóticamente severas. Cuando leemos que en una ciudad como la Habana no se podía transitar por las calles después de obscurecer sin una escolta (leer más sobre este tema aquí).

Que era peligroso viajar por los caminos, pudiendo sólo hacerlo en grandes partidas, y que conocidos asesinos andaban libremente sin temor a ser molestados por autoridades sobornadas, debemos confesar que nos unimos a los cubanos en su creencia de que Tacón fué desde luego un hombre muy grande.