En un primer momento el Matadero de La Habana se encontraba en intramuros, en el barrio de Campeche, pero en 1797, durante el mandato del Conde de Santa Clara, fue trasladado al antiguo barrio del Horcón, a la derecha del puente Chávez y junto a la Calzada del Monte, con el objetivo de sanear la ciudad, pues la matanza de reses dentro de las murallas provocaba no sólo que la ciudad fuese un asco de sangre, moscas y heces, sino también la proliferación de epidemias y enfermedades.

Allí se construyó un gran edificio de madera y mampostería que contaba con oficinas, área industrial y corrales para las reses vivas, las cuales eran pesadas vivas. Para el sostenimiento del ganado y toda la actividad de su sacrificio y procesamiento, el Matadero de La Habana contaba con suficiente agua en fuentes cercanas a sus instalaciones.

Desafortunadamente, el crecimiento de la ciudad que siguió el eje de la Calzada del Monte, hizo que en pocos años la zona que rodeaba el nuevo Matadero de La Habana se urbanizara y poblara, por lo que la situación volvió a ser más o menos la misma, con la única diferencia que una población varias veces mayor, exigía un sacrificio de reses también mayor.

El Matadero de La Habana y el Capitán General Tacón

Esa fue la situación que se encontró el nuevo Capitán General Miguel Tacón cuando desembarcó en La Habana el 1ro de junio de 1834; y, como era hombre inquieto y aborrecía el desorden, se propuso, entre otras muchas cosas, solucionar el problema del dichoso matadero.

Como era en extremo complicado sacar el Matadero de La Habana de su locación en el barrio del Horcón, Tacón resolvió los problemas de sanidad que este provocaba, a través de ordenanzas que pusieron en carril todo el relajo que existía en torno al sacrificio de ganado mayor:

«(…) Se mataban las reses con desaseo y desorden; (…) se conducían a las plazas en caballos de una manera repugnante y asquerosa.»

Así se quejaba el Capitán General en sus memorias del estado de cosas existente en el Matadero de La Habana y para solucionarlo hizo traer de los Estados Unidos no sólo «matarifes expertos» que enseñaran lo más avanzado del oficio a españoles y criollos; sino también carros cerrados para el transporte de la reses muertas a las plazas donde se expendía la carne.

De más está decir que la fuerte tradición del pueblo de la Isla de hacer lo que le da la gana e ignorar cualquier disposición de las autoridades por sensata que sea, hizo inmediata aparición y los comerciantes del patio se resistieron todo lo que pudieron a las normativas del entrometido Capitán General; razón por la cual Tacón tuvo que obligar a usar sus carros de carne por decreto y amenazar con cárcel y/o multas a todo aquel que desconociese sus órdenes.

Se impuso así la que terminó por ser una de las figuras más pintorescas del XIX habanero: el carro de la carne, pues, aunque el comercio en pleno se resistió a la introducción de su uso y Tacón tuvo que ponerse en modo «por mis santos…», finalmente aceptaron que el nuevo sistema tenía múltiples ventajas, desde el aspecto de la sanidad hasta el de la seguridad.

Carro de la carne del Matadero de La Habana
Con la obligación de transportar la carne en carros cerrados hasta sus puntos de expendio el Capitán General Miguel Tacón controló uno de los focos de infección que más afectaban a La Habana

Matadero de La Habana, corrupción e insalubridad

Sin embargo, una vez se fue Tacón el Matadero de La Habana – excepto en el tema de los carritos de la carne, que en eso sí se ganó – todo se desmadró y continuó siendo un quebradero de cabeza para las autoridades habaneras; tanto que en en el entresiglo se referían a él como «el foco», pues se le consideraba, en gran parte, culpable de las fiebres y vómitos que consumían a los enfermos de San Ambrosio, las cuales eran consecuencia de los efluvios que hasta la ensenada de Atarés llevaba el inmundo riachuelo que diera nombre a la calle Arroyo.

De la misma forma, el Matadero de La Habana no pudo escapar del que se consideró uno de los males más grandes de la dominación colonial española, la corrupción, pues si bien hubo gobernantes honrados como Tacón, la gran mayoría se sumaba a las timbas o en el mejor de los casos dejaba hacer. Así, el periódico La Lucha se quejaba de la situación que a mediados de la década de 1880 ocurría con el ganado que se importaba de la Florida:

«Un criador de ganado nos dice que aquí cuando se desembarcan reses procedentes de la Florida con destino al matadero (…) las que el veterinario desecha como inconvenientes para la matanza por virtud de su mal estado, se llevan a determinados puntos, donde no se respetan las determinaciones facultativas y son beneficiados los animales (…) Está visto que aquí vivimos de milagro.»

La Lucha. 19 de julio de 1886

A esto se sumaba el hecho de que el frecuente desborde del cercano «Arroyo del Matadero» que provocaban las lluvias, unido al escurrimiento de las aguas hacia la zona baja en la que se encontraba el Matadero de La Habana, obligaban a la suspensión de la matanza con cierta frecuencia, un percance bastante serio en una ciudad que crecía en población constantemente y que dependía casi por completo de los corrales del barrio de El Horcón para su abasto de carne.

De ahí que las autoridades del Ayuntamiento se plantearan ya desde finales del siglo XIX la conveniencia de su traslado hacia zonas más alejadas del centro de la ciudad.