Las tenebrosas palabras «Foso de los Laureles» resonaban aún cercanas y temibles para los habaneros cuando el incansable patriota Raimundo Cabrera pidió, desde las páginas de la revista Cuba y América, un pequeño homenaje a los fusilados de La Cabaña.

Todavía faltaban unos meses para comenzar el año 1900, pero con el gobierno de ocupación ya plenamente efectivo en funciones de dirección y logística principal, tocaba a los cubanos el trabajo de recordar y erigir monumentos en recuerdo a los caídos durante los treinta años de contienda independentista.

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Si un sitio se había convertido en rincón terrible, cuya sola mención bastaba para cercenar el ímpetu independentista, éste era el Foso de los Laureles, ubicado en la fortaleza de La Cabaña y donde las balas españolas cegaron la vida de cientos de mambises cubanos.

Una tarja para recordar el oprobio del Foso de los Laureles

La luz tenebrosa -que ilumina y mata- de las armas llenó de horror, pena y desconsuelo aquellos centenarios muros. Al horror se sobrepone el honor de la vida que se ofrenda como resuelta concesión de conciencia fecunda. Zenea, López Coloma, los anónimos soldados de la patria cubana en forja irredenta (más de cuarenta en la guerra martiana del 95), todos merecían un recuerdo eterno. Mínimo homenaje para la vida trunca por la ejecución.

Como su nombre indica, esa zona de los fosos estaba embellecida por frondosos laureles que fueron testigos de la cruenta justicia de la guerra. De aquellos laureles tomaron recuerdo no pocos visitantes en el futuro, abonados por la valentía y la sangre emancipadora de la gesta independentista, serían sitio de peregrinación y recuerdo. De eso se encargarían plumas y espíritus como los de Varona, Cabrera y Sanguily.

Foso de los Laureles-La Cabaña-dibujo

En el mencionado año de 1899 se realizó una colecta, con el fin de colocar una tarja de bronce en una zona delimitada de los fosos de La Cabaña conocida como Foso de los Laureles, donde se realizaron gran parte de las ejecuciones. El domingo 29 de octubre, mientras se abría la colecta, se limitó la zona elegida para la colocación de la tarja.

Al mismo tiempo se colocó un letrero de dos metros y medio de largo por dos de ancho, sobre tablones de madera, que daba idea del tamaño y ubicación de la lápida.

«Para eterna memoria fijará en este sitio la voluntad del pueblo una lápida de bronce de estas dimensiones que recuerde el sacrificio de los que aquí perecieron por la independencia de la patria».

El solemne acto contó con la presencia del general William Ludlow, Gobernador Militar, además de figuras ilustres de la sociedad civil de la época. La banda de Policía fue la encargada de tocar las marchas fúnebres que amenizaron el acto. Para garantizar la asistencia, desde el muelle de Caballería se dispusieron remolcadores y guadaños a libre disposición de los asistentes.

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Extracto de la tarja de bronce ubicada en el Foso de los Laureles

Muchas fueron las gestiones realizadas para conseguir ampliar el crédito hasta los cinco mil pesos que terminó costando la lápida de bronce colocada unos años después. La suscripción personal no podía exceder de una peseta y a pesar del impulso inicial se fue aletargando la recaudación de fondos para la tarja, que aún hoy se conserva.

Fui el otro día, hijo, a La Cabaña, al Foso de los Laureles. ¿Verdad que es un bonito nombre Foso de los Laureles?… Suena a verso de epinicio o de gesta medieval, a martirio lírico… Y, en efecto, algo de eso acaeció allí. Zenea, el pobre dulce poeta de Fidelia, cayó entre aquellos bastiones de piedra gris-rosa, atravesado por balas perspicaces

Estampas de San Cristóbal, Jorge Mañach

Piedad Zenea de Bobadilla, hija del ilustre poeta Juan Clemente Zenea asesinado allí, colocó por esfuerzo propio en 1913 una tarja de mármol en memoria del poeta en la bartolina en la que estuvo preso. Durante años encabezó una peregrinación anual a ese lugar en recuerdo de su padre, manteniendo vivo el recuerdo de los mártires asesinados en el Foso de los Laureles durante las gestas independentistas.

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La Cabaña, sin embargo, siguió siendo testigo de fusilamientos en sus centenarios muros. Durante los cruentos días de la Revolución del 30 allí fueron cegadas las vidas de cubanos a manos de cubanos. Con posterioridad, en época de Batista y los primeros meses del año cincuenta y nueve, las balas volvieron a reclamar la sangre de cubanos por divergencias políticas, llenando nuevamente de oprobio a la longeva fortaleza.