El aguador era uno de eso oficios, hoy olvidados, que abundaban en La Habana colonial. En aquella época era muy común encontrar las calles llenas de carretas con pollos, frutas y carnes. Igual de comunes eran los lecheros que paseaban a las vacas y cabras haciendo de la entrega a domicilio un arte con una frescura imposible de igualar.
Aquella Habana maravilla, llena de contrastes y olores fuertes que las fotos no son capaces de traernos hasta nuestros días, pero en fin, nuestra misma ciudad con hombres esforzados y optimistas que intentaban sacar adelante a su familia con el esfuerzo de su frente.
En esa Habana de la segunda mitad del siglo XIX la escasez de agua era uno de los principales quebraderos de cabezas de la ciudadanía pues apenas una quinta parte recibía agua en sus casas. como bien sabemos este problema recurrente llega hasta nuestro días y provocó el suicidio de uno de los alcaldes habaneros más honestos de la República (para leer más pinche aquí). Pero como se suele decir, dónde hay demanda surge la oferta y ahí aparecieron los aguadores.
El aguador, un oficio hereditario
Defendían con uñas y tinajas con musgo los aguadores su oficio. Las licencias expedidas eran pocas, y ese escaso caudal de profesionales del sector provocaba que los agraciados con los papeles en vigor, casi todos españoles, defendieran su recorrido y su barrio. Pese a la gran mayoría de peninsulares en estos puestos en varias barriadas existían aguadores negros y mulatos que en muchos casos subarrendaban la licencia a los legítimos portadores.
Para realizar su labor era común observarles con una carreta tirada por dos bueyes los más pudientes mientras que lo normal es que usaran un caballa o mula con varios tinajones en su montura bien atado y así recorrían las barriadas áridas y desesperadas por el milagroso líquido. En trayectos de ida y vuelta algunos pasaban semanalmente o cada tres días por sus puntos de venta en un sinvivir pues la demanda siempre era superior a la oferta.
Eran tan exactos y concretos en sus recorridos que era usual encontrar anuncios en las páginas de la Gaceta de la Habana de vecinos angustiados por la ausencia del aguador de rigor del barrio.
Si atendemos a la crónica aparecida en la Revista Social en Julio de 1919 escrita por Ramiro Cabrera (destacado abogado y escritor nacido en 1879 que entre sus múltiples colaboraciones está la de editar junto a Don Fernando Ortiz la Revista Bimestre Cubana), «aquellos hombres solían retirarse de vuelta a la península después de traspasar a otro peninsular la explotación de sus barrios. No era extraño que el aguador en retirada presentase personalmente, casa por casa, al aguador sustituto que se quedaría cubriendo el recorrido«.
Aquel oficio dejaba buena fortuna pues se le pagaba al contado y podían llegar a cobrar dos reales por los barrilitos que traían agua de Vento -recogida de las pilas de Jesús María y el Horcón-.
La fiesta del agua
Aquel negocio fue decayendo con la llegada del acueducto de Albear, la magnífica obra que se conoció como el acueducto de Vento y que permitió, por primera vez en la historia de la ciudad, proveer del preciado líquido a gran parte de la población. No en balde en honor de Francisco de Albear se instauró el 11 de enero como el día de los ingenieros en Cuba y se le levantó la céntrica estatua en la plazoleta situada en la entrada de la calle Obispo mirando hacia el parque Central.
Volviendo al tema del agua y como curiosidad cuenta Cabrera que el día de la inauguración del acueducto, que llenó de júbilo a toda la ciudad -menos a los aguadores-, se produjo un accidente tragicómico.
El Ayuntamiento se reunió en la Plazoleta de Monserrate, con maceros y alguaciles y hubo brindis y discursos y la mar… En el Campo de Marte (hoy Parque de la Fraternidad) había una gran fuente en el centro. Allí fue todo el pueblo a ver cómo se abrían las llaves, y a qué altura llegaba el agua. La fuerza de las bombas era tal, la instalación, aprovechándose parte de la antigua resultó tan deficiente, que las cañerías reventaron y la ceremonia terminó en una magua y un fracaso.
Nada, hay cosas que no cambian y como bien decía el Generalísimo Máximo Gómez, dominicano que fue más cubano que muchos cubanos. El cubano cuando no llega, se pasa. La Habana se llenó de agua, a duras penas porque aquel acueducto también se quedaría pequeño, y los aguadores, útiles y entrañables personajes de las calles polvorientas y sin empedrar de aquella Habana colonial, desaparecieron poco a poco.
Pero todo sea dicho, el oficio no ha desaparecido del todo, el que escribe estas líneas ha podido constatar en las montañas del Riff de Marruecos, cercanas a Chefchaouen, o Chauen como gusten llamar, a los aguadores que trasladan agua purificada de los manantiales a las aldeas que no cuentan con alcantarillado ni acueductos. Aunque pocos y escondidos, los aguadores y el oficio siguen luchando contra la modernidad.
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