¿Quién no recuerda aquella serie de dibujos que mostraban postales de la vida de el verdugo? El inefable Juan Padrón con su talento generacional convirtió a Los Verdugos, siniestros y encapuchados, en seres con un mundo interior cotidiano y singular.

No exagero si digo que dicha serie era de mis preferidas en la infancia. Mi abuelo pese a su edad siempre fue un amante de los Muñequitos -nombre cubano para el comic- y, como el humor siempre es la mejor forma de acercarse a cuestiones de ética y moral complejas para la mente de un niño, se encargó de que conociésemos el mundo a través de este medio. Los Verdugos de Juan Padrón tenían inocencia, humor negro y profundas reflexiones alrededor de las inquietudes vitales de aquellos seres humanos con el oficio más abominable de todos.

Algunos de aquellos verdugos, como el Zurdo, eran intimidantes, pero en su mayoría parecían personas comunes cuyo oficio para ganarse el pan era acabar con la vida de los condenados. Existen formas y formas de ganarse la vida, y aunque ese primer acercamiento desenfadado al tema de el Verdugo en Cuba me pareció un poco simple, en el fondo -y tras años de investigación y estudio de por medio- ha resultado ser el más real posible.

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El verdugo vanguardia

En su mayoría los funcionarios que ocuparon el puesto de Verdugo en Cuba eran personas normales a los cuales la vida les llevó a desempeñar el macabro oficio de segar vidas. A algunos el éxito les llevó a cansarse de su trabajo, otros fueron incapaces de ejecutarlo y alguno incluso murió cumpliendo, con profesionalidad, el macabro oficio.

La Pena de Muerte y el garrote

Pero primero hagamos un poco de historia sobre la pena de muerte en el período colonial y su evolución hasta el período republicano (pues sobre el garrote ya escribimos). En el Código Judicial de Fernando VII, sancionando en el año 1822, la pena de muerte en garrote debía ejecutarse de acuerdo con lo dispuesto en el Artículo 39 que decía: «El reo es condenado a muerte, sufrirá en todos los casos la del garrote, sin tortura alguna, ni otra mortificación previa de la persona, sino en los términos prescriptos en este capítulo«.

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Otro Verdugo de Juan Padrón

Continuaba dicho artículo detallando la ceremonia de «la ejecución, que será siempre pública, entre 11 y 12 de la mañana; y no podrá verificarse nunca en domingo y día feriado, ni en fiesta nacional ni en día de regocijo de todo el pueblo. La pena se ejecutará sobre un cadalso de madera o de mampostería, pintado de negro, sin adornos ni colgaduras en ningún caso y colocado fuera de la población; pero en sitio inmediato a ella y proporcionado para muchos espectadores«.

En el artículo 40 establecía las diferencias entre las distintas penas (infamia, traición, parricidio y otras de carácter secular y ordinario), en dependencia del cargo por el cual había sido condenado «el reo era conducido desde la cárcel al suplicio con túnica y gorras negras, atadas a las manos, y en una mula llevada al diestro por el ejecutor de la justicia; siempre que no haya incurrido en pena de infamia. Si se le hubiera impuesto esta pena con la de muerte, llevará descubierta la cabeza y será conducido en un jumento en los términos expresados«.

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El garrote instalado en el interior de la cárcel de Tacón

Como contamos anteriormente, en el caso de los condenados a garrote vil por traicionar a España el tratamiento variaba de ahí que el reo «llevase las manos atadas a la espalda, descubierta sin cabello la cabeza, y una soga de esparto al cuello«. Haciendo solo una salvedad en el caso de «los reos sacerdotes, que no hubieran sido previamente degradados, llevarán siempre cubierta la cabeza con un gorro negro«.

Igual tratamiento y degradación debían sufrir los condenados por parricidio que eran vestidos con una túnica «igual que el asesino, descubierta la cabeza, atadas las manos a la espalda; y con una cadena de hierro al cuello, llevando un extremo de ésta el ejecutor de la justicia, que deberá preceder cabalgando en una mula«. Estos solían recibir de la muchedumbre los peores tratamientos y eran recibidos con abucheos, rocas y estiércol que la enfurecida masa humana lanzaba con frenesí, resultando en un espectáculo desagradable de presenciar.

En el código de 1832, y prácticamente en todos los posteriores que tuvieron vigencia en Cuba, se hacía la siguiente aclaración: «ninguna sentencia en que se imponga pena a mujer embarazada se notificará a ésta, ni se ejecutará hasta que pase cuarenta días después del parto, a no ser que ella misma lo permita expresamente; pero la sentencia de muerte que cause ejecutoria no se le notificará, ni se ejecutará nunca hasta que se verifique el parto, y pase la cuarentena«.

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Imagen de una ejecución en el patio de la Fortaleza de la Cabaña

Finalmente estos códigos peninsulares no llegaron a aplicarse en Cuba oficialmente, debido a las leyes omnímodas con las que operaban los Capitanes Generales, pero una vez establecida la Real Audiencia Pretorial de La Habana -en los altos de la Cárcel de Tacón- se adaptaron de facto a las leyes vigentes en la Isla hasta que Alfonso XII, mediante la firma del Real Decreto del 23 de mayo de 1879 -que ponía en vigor el código peninsular de 1870- modificase gran parte de los aspectos relativos a la pena de muerte, el garrote y el verdugo en Cuba.

El Verdugo, un cargo oficial

Sería finalmente el gobierno de intervención norteamericano el que modificaría varios aspectos de este código criminal dando carácter reservado a las ejecuciones, prohibiendo la mutilación de los cadáveres y su exposición en plazas y vías públicas, entre otras modificaciones del código criminal vigente hasta entonces.

Sin embargo, estas adecuaciones duraron menos que un merengue en la puerta de un colegio puesto que tras declararse el período republicano el 20 de mayo de 1902, se reestablecieron los códigos existentes antes del cese de la soberanía española en la isla.

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Un verdugo durante una exhibición para la prensa norteamericana en 1899

Con esta decisión retomaba su puesto de verdugo el señor Andrés Avelino Cabrera quién desempeñó dicha función durante cuatro años (1900-04), antes de él ocuparon dicha función Valentín Luis Rodríguez, el primero de todos en recibir en 1889 el pomposo título de Ministro Ejecutor de la Justicia, con una asignación anual de 600 pesos y 48 reales de plata por cada ejecución realizada. Llegó a su puesto debido al fracaso del anterior verdugo, José Cruz Peña, quien había sido incapaz de ejecutar al forajido Víctor Machín.

Antes de este cargo unificado y oficial de Ministro Ejecutor de la Justicia era usual que los propios esclavos realizaran dicha función ante la ausencia de verdugos certificados para operar con eficiencia el garrote, siendo la solución más común el fusilamiento. El verdugo que más tiempo permanecería en su puesto sería José Trueba Solano (1915-23) y tras él, ocuparía el puesto el último de los verdugos oficiales, Antonio de Paula Romero, nombrado en 1924.

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El mecanismo que accionaba el verdugo para acabar con la vida de los condenados

Para aplicar al puesto se elegían a reos con más de 8 años de condenados o a aquellos soldados y civiles que lo solicitaban. En el período republicano sería el propio Presidente, a propuesta del Secretario de Gobernación, el encargado de nombrarlos, con la excepción de que era una plaza sin sueldo para los penados, aunque contaban con una rebaja de seis años de su pena y una bonificación de 17 dólares por cada ejecución realizada, su ayudante cobraba la mitad.

Los verdugos que inmortalizó el genial Juan Padrón no distaban mucho de algunas vivencias tragicómicas que vivieron algunos de ellos, desde el propio Valentín que se quejó de que su oficio se convertía en casi un circo de pueblo en pueblo, hasta otros que no fueron capaces de acabar con la vida del condenado, llegando uno de los verdugos a desfallecerse durante la ejecución y muriendo posteriormente. El condenado, en este caso, se salvó, convirtiéndose en el afortunado John Lee tropical.