Hoy continuamos la serie, de la autoría de Emilio Roig, acerca de los acalorados debates que alrededor del Tratado de Reciprocidad Comercial de 1903 se suscitaron en el Congreso de la República entre Manuel Sanguily y Antonio S. de Bustamante.
Tal artículo apareció en el número veintiseis de la revista Carteles, correspondiente a Julio de 1934, a propósito del estado de opinión que existía en el país producto de la revisión que ese año se efectuaría de dicho tratado.
La historia tras el Tratado de Reciprocidad Comercial de 1903. La defensa de Antonio S. de Bustamante
Defendieron el tratado, brevemente, el señor Manuel Ramón Silva, y el doctor Antonio S. de Bustamante, en discurso ·que ocupó las sesiones de los días 10 y 11 de marzo. La síntesis de los argumentos utilizada por Bustamante en favor del tratado es la siguiente:
La necesidad en que Cuba se encontraba de adoptar entre las dos políticas mercantiles fundamentales -el libre cambio o la protección- el término medio, o sea los tratados de comercio, con cláusula de nación más favorecida, con cláusula preferencial o sin ella y –se pronunció contra la adopción del libre cambio por la necesidad que Cuba tenía- carente como se encontraba de propiedad rica capaz de soportar todas las cargas del Estado y de industrias extraordinariamente desenvueltas que pudieran sufragar los gastos públicos en una proporción tan grande de los derechos de aduanas; derechos de aduanas que él juzgaba, además, como la mejor barrera que podríamos poner para impedir la absorción por los Estados Unidos, peligro el más grave presentado a Cuba, según su criterio, porque esa absorción
«sería fatal en el orden de la raza fatal en el orden político, fatal y sobre todo asfixiante en sus primeros efectos en el orden económico». Y el gran amparo contra ella lo veía Bustamante en la resistencia al libre cambio, porque podrá decírsele a todo industrial, y atodo propietario, y a todo capitalista que sueñe con ·ese ideal de la anexión, que la anexión va a traer, como inmediata consecuencia, convertir las aduanas en rentas federales y echar sobre él los catorce millones de pesos que las aduanas producen en la proporción que a su riqueza corresponda».
Veía Bustamante en el tratado, como una de sus ventajas, la reafirmación internacional de la soberanía de Cuba, frente a las dudas que pudieran surgir respecto a la misma por las limitaciones e imposiciones de la Enmienda Platt. Cuba necesitaba, para Bustamante, que existiera un tratado,
«sea como fuere, para que se sepa que nuestras relaciones son de tal índole que cuando se trata de ajustar cosas que afectan a ambos pueblos en materia económica, podemos decir sí o no, deliberando con la libertad y la amplitud con que a título de nuestra independencia y soberanía estamos discutiendo».
El tratado de comercio satisfaría, al decir de Bustamante, otra de las grandes necesidades de Cuba en aquellos momentos: absoluta estabilidad mercantil, que traería estabilidad en nuestras relaciones exteriores e interiores, terminando con la incertidumbre general, anuladora de negocios y contrataciones, que Cuba estaba padeciendo. Y la estabilidad traería a su vez la confianza, tan necesaria en la vida mercantil y económica:
«el extranjero vendrá, vendrán capitales extranjeras, como vendrán capitales cubanos, en cuanto la producción normal de la tierra y el mercado se asegure y normalicen también las relaciones, mercantiles y la prosperidad interior».
Además de. confianza, opinaba Bustamante que el tratado nos proporcionaría ante los ojos del mundo el respeto:
«(…) no apareceremos abandonados de toda protección económica: no apareceremos nosotros reducidos, tal vez, a servir de posición estratégica más o menos brillante para la defensa del futuro canal de Panamá; no apareceremos como un punto perdido en el Océano Atlántico, para servir a combinaciones políticas, pero nada más que para combinaciones políticas, sino también servimos para grandes combinaciones económicas con el comercio extranjero».
El tratado traería a Cuba, según el criterio de Bustamante, riqueza y bienestar en las clases populares y fomento de la inmigración, con lo que
«no es un sueño, por consiguiente, pensar en la solución del problema obrero, en el sentido del bienestar de las clases trabajadoras cuando hay una gran población atraída por el trabajo, por el comercio y la prosperidad de Cuba… el salario habrá crecido y se habrá asegurado, porque esa concurrencia no vendrá a buscar sino un excedente de que no habrá menester entonces nuestra población obrera local».
Y como final de su discurso manifestó que votaría en favor del tratado «con plena convicción y con plena tranquilidad patriótica» y que al retirarse después a su hogar
«no dormiré intranquilo ni despertaré sobresaltado por la visión de Cuba extenuada y famélica, vendiéndose al extranjero por un puñado de oro miserable, sino creeré percibir entre sueños la imagen dulce y serena de mi patria, grande y rica, mostrando a todos su prosperidad asombrosa como el asiento inconmovible de la independencia y de la libertad».
El contraataque de Sanguily
El tratado fue aprobado ese mismo día, por diez y seis votos contra cinco. Pero, como previó Sanguily, el Senado de los Estados Unidos introdujo modificaciones, en tres de sus cláusulas, aumentando las ventajas para los productos norteamericanos y reduciendo los beneficios, ya escasos, respecto de nuestro azúcar; no obstante lo cual el Presidente Estrada Palma recomendó al Senado, al darle cuenta de las referidas modificaciones, que fueran éstas aprobadas por dicho cuerpo colegislador, por creerlas ventajosas a lo intereses del país, aunque la razón verdadera de esa recomendación fuese la de que de no aceptarse inmediatamente el tratado, tal corno lo había devuelto el Senado norteamericano, se produciría la caducidad del mismo, debido a los muy escasos días que faltaban, y ser muy difícil que el Congreso norteamericano tratase en la próxima legislatura de la cuestión.
Y el Senado cubano tuvo que aprobar las enmiendas introducidas en el tratado por el Senado de los Estados Unidos. Y ante estas nuevas imposiciones norteamericanas, fresco aún el recuerdo de la imposición de la Enmienda Platt. el gran tribuno exclamó, recogiendo y comentando a su vez algunos de los argumentos esgrimidos por el doctor Bustamante:
«Yo bien sé que en la historia de los pueblos sobrevienen períodos que exigen de ellos actitudes propias y especiales. Yo sé muy bien que ha pasado el período heroico y trágico de nuestra vida social; pero sé también que existimos en condiciones singulares entre asechanzas y pavorosos peligros; se por lo mismo que nunca corno ahora, por encima de los intereses personales y los intereses materiales que nos dividen y nos debilitan, debernos cuidar de los grandes intereses morales, y que nadie en ningún tiempo y por ningún motivo tiene el derecho de preferir su bienestar particular a la conservación de nuestra nacionalidad y menos de preparar su descrédito y su ruina; por lo que no he podido jamás suponer que habríamos de llegar a un período en que creyeran los cubanos más patriótico, más digno y más honrado reducir a su menor expresión nuestra personalidad nacional en frente de la absorbente personalidad de nuestro poderoso vecino aun en el mero ejercicio de derechos que nadie desconoce. Y esto es lo que, sin que nos demos cuenta cabal está sucediendo».
Y continuó su peroración con estas palabras:
» Mas ¿por qué -me decía- este pueblo excepcional, tan bueno, heroico en tantas empresas, capaz de llegar al extremo límite de la resignación y el sufrimiento, ha de flaquear deslumbrado por el brillo del metal miserable del extraño? ¡Por qué engañarse en la ilusión de una felicidad material que no ha de ser suya? ¿Por qué querer dar un salto en las tinieblas procurando apresurar la realización de lo imposible, y no resignarse más bien, con paciencia, a los dictados de leyes naturales para que sea normal su desenvolvimiento? ¿Por qué esas ansias pecadoras que comprometen lo mejor y más grande que guardarnos en nuestras almas? ¿Por qué sacrificarlo todo para que no sucumban unos cuantos, en las vueltas del destino, con perjuicio de los que pudieran vivir en respetable y respetada medianía? Antes que en riquezas ilusorias para el mayor número, podernos vivir con dignidad, conservando nuestro medio propio, el medio físico incomparable que debernos a la Naturaleza y el glorioso medio moral que debernos a la Historia. ¡Ah! Si yo pudiera siquiera intentarlo, me empeñaría esta noche en que diéramos pruebas patentes rechazando el tratado, de que tenernos conciencia de nuestros derechos y confianza en nuestra virtud; pues conviene que el pueblo cubano no olvide que no son los pueblos ambiciosos instigados por la codicia, los que duran y resisten más en medio a las vicisitudes de la vida sino los pueblos trabajadores y honrados… La Historia ha demostrado que los humildes, los más obscuros, son siempre los fundadores de las naciones, como ha demostrado la ciencia que miseros organismos son los que levantan en el misterio los continentes. Con su esfuerzo constante y siempre ignorado crean los unos y los otros el granito del planeta y la grandeza humana. Pero no poseo la fuerza suficiente a decidiros desde luego».
Y previendo que hablaría más tarde su ilustre contrincante, el doctor Bustamante, y que la votación final sería favorable al tratado, terminó así este su admirable y elocuentísimo discurso:
«Tal vez en breve otra palabra os señalará rumbo distinto y haréis lo que ella dicte. No sentiré amargura ninguna. Lamentaré, sí, por mi patria, no por mí, verme en el suelo bajo su lanza de oro; pero entonces, parafraseando al más generoso hidalgo que haya concebido maravillosa fantasía, yo le diría con sincero convencimiento: «Me alegro de tu triunfo, como amigo; lo siento, empero, como cubano. Por esto sólo duéleme en lo íntimo del ánima; que tus armas mejores son que las mías; aunque no tu causa. Sí, Caballero de la Blanca Luna, podré reconocerme derribado; pero jamás me harás confesar que no es la más hermosa dama que vieran ojos humanos, la que yo venero y bendigo desde el fondo del corazón atribulado». Como lo supuso Sanguily, Bustamante habló después, defendiendo una vez más la necesidad de aprobación del tratado con las enmiendas introducidas por el Senado de los Estados Unidos; aprobándose éstas en efecto, por doce votos contra nueve, así corno la recomendación al Poder Ejecutivo para que hiciera las gestiones conducentes a lograr que el tratado comenzase a regir lo más pronto posible.
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