Muchísimos habaneros desconocen que Ignacio Agramonte y Loynaz, ese «diamante con alma de beso» como le llamara Martí residió durante su niñez y juventud en la capital cubana.

Llegó por primera vez a La Habana en 1852 a la edad de 11 años para matricular en el colegio El Salvador que dirigía el gran pedagogo José de la Luz y Caballero, en el que estuvo por muy corto tiempo, pues su familia le envió de inmediato a Barcelona para que se formara como Bachiller.

Ignacio Agramonte un jurista en La Habana

De regreso a Cuba, y tras unas breves vacaciones familiares en Camagüey, el joven bachiller Ignacio Agramonte se estableció de nuevo en La Habana para convertirse en alumno de la Universidad de La Habana y, según había sido tradición en la familia Agramonte, convertirse en abogado.

El 8 de junio de 1865, Ignacio Agramonte se graduó como licenciado en Derecho Civil y Canónico en la Universidad de La Habana (y esa es la causa por la cual cada 8 de junio se celebra el Día del Jurista en Cuba) y poco más de dos años después, el de Doctor, que le fue entregado en el vetusto Convento de Santo Domingo, sede en ese entonces de la alta casa de estudios de la capital cubana.

Durante su ejercicio de defensa doctoral, el locuaz e incendiario Ignacio Agramonte arremetió de forma constante contra el sistema imperante en Cuba y apuntó la necesidad de que en la Isla se produjera un cambio revolucionario que echara por tierra todo el andamiaje podrido del colonialismo español.

Antonio Zambrana, quien estuvo presente durante la defensa del impetuoso camagüeyano compararía las palabras de Ignacio Agramonte con un llamado a las armas:

Aquello fue un toque de clarín. El suelo de todo el viejo convento de Santo Domingo, en el que la Universidad estaba entonces, se hubiera dicho que temblaba. El catedrático que presidía el acto dijo que si hubiera conocido previamente aquel discurso no hubiera autorizado su lectura.

Tras recibir su título de Doctor en Derecho, Ignacio Agramonte se estableció en La Habana, donde fungió como juez de paz en el barrio de Guadalupe, a la vez que ejercía la abogacía en el bufete de Antonio González de Mendoza.

Sólo a mediados de 1868, cuando era inminente el estallido revolucionario contra el poder español, regresó a Puerto Príncipe para sumarse a los conspiradores de su tierra natal. Se puede afirmar entonces, sin margen de dudas que Ignacio Agramonte sólo abandonó La Habana para irse a los campos de Cuba Libre.

Lastimosamente, aunque la antigua calle Zulueta en la zona de las murallas lleva su nombre, Ignacio Agramonte es un olvidado en La Habana. La capital cubana, en la que vivió gran parte de su juventud y en cuyos círculos intelectuales se formó su pensamiento revolucionario le debe un gran monumento… Se los han erigido a otros que han aportado menos.