El general Quintín Bandera Betancourt reunió en vida un torrente inacabable de acciones valerosas y polémicas. Enérgico e intransigente como pocas figuras históricas, a lo largo de los años la larga sombra de sus insubordinaciones e indisciplinas atentó contra su legado, aunque la pregunta que de verdad ha seducido a varios historiadores ha sido: ¿existió algo más que disciplina militar contra Quintín?

Aquellos graves errores de campaña pesaron, al igual que el tono oscuro de su piel y el bajo nivel cultural que algunos contemporáneos le colgaron como sambenito. No sólo eso, la transición desde los campos de Cuba Libre hasta el iluminado escenario citadino puso en un segundo plano a muchos de los mambises que hicieron posible la República imperfecta que emergió de las fauces de la manigua en llamas.

El relato manido sobre su ostracismo (basado solo en la raza) no es asunto de este artículo, ni siquiera la eterna acusación de su asesinato como un hecho político tenebroso dentro de la frágil historia democrática cubana. Por más que se señalen los errores del general Quintín Bandera, éstos no pueden opacar su grandeza, ni su tozudez puede opacar el aberrante y premeditado homicidio que sufrió.

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Estatua del general Quintín Bandera en el Parque Trillo de Cayo Hueso, al fondo el antiguo cine Strand.

Sin embargo… y este es nuestro interés, a pesar de los años, parece que los errores -propios y ajenos- persiguen a José Quintino Bandera, si nos atenemos a los homenajes y reconocimientos que se le han hecho después de muerto. Antes de entrar en éstos hagamos una síntesis de la compleja personalidad que atesoró el general Quintín Bandera.

El guerrero incomprendido

De orígenes humildísimos, con once años el rebelde Quintín Bandera salió a ver mundo. Sus padres le reclamaron cuando andaba por Santander, desde entonces el nacido en el barrio de Los Hoyos dejó de manifiesto su carácter indómito. Sello personal que le acompañaría a lo largo de su vida.

Llegó a la manigua redentora antes de que la insurrección ganase el solemne plazo de cien días de acción. El año de 1869 encontró a Quintín Bandera ya con rango dentro de la tropa, no en balde conocía aquella zona por ser de los que silvestremente había secundado la intentona de Narciso López en 1851.

Antonio Maceo le tuvo a su lado en Mangos de Baraguá en 1878. Casi veinte años después desde ahí arrancó el ya veteranísimo Quintín Bandera al frente de la infantería oriental que tantas hazañas realizó durante la invasión a Occidente. Poco se menciona, pero fueron los hombres de Quintín quienes cayeron con furia sobre la tropa española que custodiaba el cadáver de Martí. Sin escatimar descanso el general Bandera atacó -expandiendo el límite de sus posibilidades reales- para recuperar el cuerpo del Apóstol que sobre él había escrito días antes:

«Ya llegamos, a son de corneta, a los ranchos, y la tropa formada bajo la lluvia, de Quintín Banderas (sic). Nos abraza, muy negro, de bigote y barbija, en botas, capa y jipijapa, Narciso Moncada, el hermano de Guillermo: ¡“Ah, solo falta que un número.”

Quintín, sesentón, con la cabeza metida en los hombros, troncudo el cuerpo, la mirada baja y la palabra poca, nos recibe a la puerta del rancho: arde de la calentura: se envuelve en su hamaca: el ojo, pequeño y amarillo, parece como que le viene de hondo, y hay que asomarse a él: a la cabeza de su hamaca hay un tamboril.»

En esa primera descripción del Apóstol pasa fulgurante la figura de Quintín Bandera con toda su grandeza y rusticidad. Pequeño y tímido a primera vista, arisco incluso. Con el hermano de Guillermón a un lado -a pesar de los problemas del pasado- y con una tropa valiente que le obedece del otro. Y Martí -que veía donde no se llega con la vista- lo dice todo con «el ojo, pequeño y amarillo, parece que le viene de hondo, y hay que asomarse a él«.

Juan Gualberto Gomez con Jose Marti y Jose Maceo
José Martí junto a Juan Gualberto Gómez, José Maceo y otros jefes independentistas.

No había tiempo para buscar a Quintín y entenderlo en la guerra, y por desgracia tampoco lo hubo en la paz, sólo en vísperas de otra contienda. Y es que a pesar de sus grados y su recio carácter, acaso el legendario Quintín Bandera -con cuyo nombre Maceo, en tono de halago, aseguraba que podía tomar La Habana- no dejó de ser nunca aquel niño solitario que salió a ver el mar en la adolescencia. Tuvo errores y torpezas, pero cierta bondad habitaba aún en él que impedía mayores represalias a sus arrebatos de niño zafio.

Se habla mucho de las degradaciones del general Quintín Bandera. En el juicio que el Generalísimo Gómez -que no dudó en fusilar al general Bermúdez- delegó al oficial negro José González, los cargos presentados eran severos «desobediencia, insubordinación, sedición e inmoralidad». Un militar de carrera como Gómez no podía permitir que un subordinado se arrogase el derecho del libre albedrío y de hablar mal de los jefes ante la tropa.

Para despejar completamente el hecho de que fue solo por que Quintín Bandera vivía libremente en el campamento con una mujer, se eligió al oficial González que también tenía una concubina, como muchos de las altos mandos cubanos. Sin embargo, y esto Gómez lo llevaba al límite, el cuartel debía ser un templo de la moralidad y el orden. En esto no era Quintín, precisamente, un ejemplo.

Ley, orden y disciplina

Pero Quintín Bandera, cierto es, fue un imán para ciertos problemas en tiempo de guerra (mujeres, discusiones) y en tiempo de paz (los sucesos de Mahón, olvido de las instituciones republicanas y controversias con los representantes del Estado); y aquí no podemos tapar el sol con un dedo, el general a veces se hacía detestar, sin embargo, siempre encontraba quien con buen ojo político veía más allá y le arrimaba el hombro.

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Imagen del general Quintín Bandera al finalizar la contienda con sus estrellas en el traje.

En el caso de Quintín Bandera cristalizan todas las imperfecciones de la nación. Aquella frase de uno de los hijos de Calixto García -curiosamente apresado, que no asesinado, durante la guerrita de agosto– de «heredamos todos los vicios de España y ninguna de sus virtudes«, explica en gran medida las suspicacias hacia los negros, en general, y hacia los oficiales de esta raza en particular, una vez establecida la República.

No venía esto de finales de la guerra, el propio Martí anota un diálogo trascendente en su diario:

Zefí es altazo, de músculo seco: “y me quedo de bandido en el monte si quieren otra vez acabar esto con infamias”. “Una cosa tan bien plantificada como está, dice Moncada, y andar con ella trafagando”. – Se queja él, con amargura, del abandono y engaño en que tenía a Guillermo. Urbano Sánchez-Guillermo, ansioso siempre de la compañía blanca: “le digo que en Cuba hay una división horrorosa”.

Aunque a Quintín Bandera le aplicaron por negro el epíteto de «bruto» y «salvaje» los medios afines al gobierno colonial -etiqueta esta que para vergüenza de muchos cubanos se convirtió en la leyenda que le acompañó en la paz-, la realidad es que sus estudios fueron muy básicos y la vida le llevó a no fiarse más que de la fuerza de su brazo. Martí escribe: «yo, con mis escopetas y mis dos armas de precisión, sé cómo armarme”, dice Banderas: Banderas, que pasó allá abajo el día, en su hamaca solitaria, en el rancho fétido».

La autosuficiencia bien entendida de Quintín Bandera fue algo que, tanto Maceo como Gómez y Roloff, terminaron por aceptar, de ahí que en su licenciamiento se le reconocieran los grados de general de división con una antigüedad de 1896. Esto le dio cierta liquidez al establecerse en La Habana y casarse con una mujer bastante más joven que él, Virginia Zuaznabar, que le daría cinco hijos.

Cincuenta años en armas

El mayor defecto de Quintín fue también su mayor virtud. Su ímpetu indomable le jugó malas pasadas ante los mandos cubanos, sin embargo, su nombre era temido en las filas enemigas que dieron publicidad a cualquier noticia negativa sobre su persona. De ahí que el rastro de sus acciones durante las guerras sea posible de seguir en la prensa extranjera, además de la cubana.

detenidos por el alzamiento de agosto de 1906
Parte de los detenidos durante la «guerrita de Agosto» como se observa ilustre figuras fueron apresadas sin sufrir represalias.

Quintín Bandera se convirtió él mismo en una bandera, un símbolo mambí difícil de atajar para el gobierno colonial. Sus acciones gloriosas cruzando trochas y sus no pocas gestas con pocos hombres hacían temer a las partidas que andaban en la zona que hacía suya. Esa aura a su vez atraía a los jóvenes deseosos de batalla y gloria.

Combatir a su lado era un honor más. Así tuvo a una cuadrilla que le acompañó incluso degradado, y así se entiende el hecho de que Enrique Loynaz del Castillo y Martín Morúa Delgado le hayan intentado convencer para unirse a los alzados de la guerrita de los liberales contra la reelección de Estrada Palma en 1906.

Fue el 19 de agosto cuando se unió formalmente a la guerrita. En menos de cien horas su cuerpo mutilado estaba tendido en el indiferente mármol del Necrocomio como un delincuente más. Los altos mandos de la Guardia Rural celebraron como un gran suceso el asesinato del glorioso combatiente.

alzados durante el alzamiento de agosto de 1906
De los altos mandos alzados alzados el único que fue asesinado y sus restos ultrajados fue el general Quintín Bandera. Como se observa figuras que fueron luego trascendentes en la política nacional como las que aparecen en la imagen no tenían los grados del general Bandera.

Para oprobio de figuras como Estrada Palma o Alejandro Rodríguez a los cuáles señaló directamente el Partido Liberal, sin que los partes militares se hiciesen públicos, y en específico a Silveira, en cuya finca estaba Quintín Bandera esperando la llegada de un salvoconducto.

El asesinato del general Quintín Banderas produjo asco, no pánico ; y pronto se vio el Gobierno casi encerrado en las grandes poblaciones.

Enrique Collazo. La revolución de Agosto, pág. 14

Al ir a pedir el cuerpo de Quintín para ser velado en su casa, la joven esposa repetía que Quintín Bandera no quería unirse a la insurrección y lo convencieron. El veterano general de división del Ejército Libertador tenía 71 años pero la edad no impidió que quisiese servir a su patria de la forma que mejor sabía. Además de este interés genuino de oponerse a la fraudulenta reelección del primer presidente de la República, a título personal existía una vieja rencilla entre ambos hombres.

¿Casualidades o errores?

Quintín Bandera tenía en uno de sus bolsillos la famosa carta en la cual pedía cien pesos para sus hijos y la posibilidad de abandonar la isla, por considerarse engañado. El destinatario debía ser Estrada Palma como cuenta Manuel Cuéllar Vizcaíno en «Doce Muertas Famosas» que según informó el gobierno nunca leyó la carta.

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Apenas unos meses antes de ordenar su asesinato, gran parte de la cúpula dirigente compartió con Quintín la tribuna principal en el sepelio de Julio Sanguily Garrite.

Al general Bandera lo encontró en apacible calma, esperando el boleto al exilio, la cuadrilla que le asesinó vilmente sin sufrir ninguna resistencia, pese a la intentona de aparentar un combate que no existió. Le habían prometido 200 hombres mientras le convencían en la ciudad y en el campo. Quintín Bandera no llegó a tener más de veinticinco, se tuvo que proveer él mismo de armas e insumos y fue asesinado con apenas dos ayudantes a su lado.

La insurrección no tenía entonces demasiados colaboradores en el campo. La manigua aún olía a la pólvora de cubanos, españoles y estadounidenses, el «bruto» Quintín entendió todo esto y quiso alejarse de esta maniobra política. El gran aporte de Quintín Bandera a la causa Liberal sería aportar el muerto de más rango y el símbolo a reivindicar en el futuro.

Días después desembarcaban tropas estadounidenses y Estrada Palma dejaba acéfala la República. Liberales y moderados reiniciaban la carrera por los mejores puestos en el gobierno de intervención y, mientras esto ocurría, la viuda Virginia Zuaznábar, sin ver el cuerpo de su marido, debía hipotecar la casita de la calle Esperanza para poder darles de comer a los hijos de un general de las tres guerras.

Sobre los restos de Quintín Bandera y sus entierros hablaremos en otra ocasión. Su muerte sirvió para que ambos bandos rectificasen posiciones y la entrada de la cordura reclamada por Enrique José Varona, apaciguara las aguas: El resto de lo grandes alzados que fueron apresados recibió un tratamiento honorable. Blancos y negros fueron indultados; sin embargo, a Quintín Bandera se le dio machete como a los traidores y ante el dolor del pueblo, algunas plumas -hirientes en vida del honorable mambí- blandieron orlas fúnebres de plañidero luto.

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Rafael Serra, periodista y amigo de Martí, tuvo presente siempre a Quintín Bandera al que dedicó una de las ediciones de sus libros de ensayos sobre raza y sociedad «Para blancos y negros».

El ayudante de Quintín Bandera y uno de sus grandes amigos, Evaristo Estenoz, asumió con dolor el destino del general y él mismo recibiría igual tratamiento apenas unos años después. Si los machetes que profanaron a Quintín llevan la empuñadura moderada de Estrada Palma, a Estenoz las manos del oprobio manifiesto de la República hacia los negros llevaban el brazalete liberal. La política y el bolsillo propio manchó a varios patricios que miraron a otro lado; y es más necesario airear estas verdades, que andar a escondidas en el clóset de la historia que ha encartonado los reflejos de la nación cubana.

¿Bandera o Banderas?

Quintín Bandera firmaba así los documentos oficiales que hemos podido consultar. Sin embargo el asiento de su entierro en el Cementerio de Colón recoge su apellido en plural. El sencillo monumento del parque Trillo también presenta esta segunda, y a priori errónea, variación. Sucede igual con el busto que se encuentra en la Avenida de los Libertadores en Santiago de Cuba donde están los más de veinte generales que aportó Santiago a las gestas independentistas cubanas.

Éste sería el primero de los errores comunes que se repetirían a la hora de recordar al general Quintín Bandera, escribiéndose mal su apellido en cientos de libros y algunos monumentos. Si añadimos por ejemplo en el caso del monumento del parque Trillo que se le otorgan los grados de Mayor General que jamás ostentó en vida el general de División del Ejército Libertador Quintín Bandera se agranda la nebulosa sobre su figura. Es cierto que Abelardo Padrón escribió un libro biográfico sobre el longevo combatiente, pero aún así la figura de Quintín no ha sido eficientemente presentada a los cubanos.

Los olvidos republicanos

Alrededor del año 1908 se iniciaba la moción que buscaba brindar una ayuda económica a los hijos y viuda del general Quintín Bandera, sin embargo, esta moción sería también muestra del rechazo de un sector político a la figura del guerrero oriental. Mientras que a los cinco hijos de Quintín se les otorgó una ayuda de cincuenta pesos mensuales (diez a cada uno) hasta alcanzar la mayoría de edad, a los hijos del general José Luis Robau se les otorgaba una ayuda de cincuenta pesos a cada uno, hasta llegar a dicha mayoría de edad.

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Desde esta casa en la calle Esperanza número 106 (antigua numeración), entre Águila y Revillagigedo, barrio de Jesús María salió el general Quintín Bandera hacia la guerrita de agosto. En la actualidad la vivienda fue reacondicionada para que sirva como centro cultural del barrio. (La imagen pertenece a Carlos Espinosa y ha sido tomada del grupo FOTOS DE LA HABANA).

Las viudas de ambos generales recibían también una asignación de cincuenta pesos. Sin hacer elucubraciones cabalísticas la discriminación en vida que sufrió el intransigente Quintín acechó también a sus descendientes, incluso cuando el presidente de la República era su antiguo compañero de armas el general José Miguel Gómez, caudillo del partido Liberal que llegó al poder gracias a la guerrita de agosto.

Los liberales que eran mayoría en el senado estuvieron regateando varias veces la enmienda que debía dar amparo económico a los hijos del general asesinado por cubanos. Nuevamente sus compatriotas se hacían de rogar a la hora de aportar a la causa individual de Quintín Bandera. Recordemos que por cuestiones legales no pudo cobrar íntegramente el dinero que le tocaba del licenciamiento y que como él mismo le escribió a Estrada Palma, vivía de los ingresos que le proveía una compañía extranjera ante el desamparo de las instituciones republicanas que él con su esfuerzo había ayudado a crear.

Este malentendido, u olvido premeditado, se extendió durante varios años, de ahí que sus restos no fuesen trasladados hasta 1912 al mausoleo que los guarda en el Cementerio de Colón. Casi dos años estuvo parada la cuestión de la manutención de sus hijos y cuatro el traslado de la osamenta hacia el terreno del ayuntamiento donde se encuentra actualmente. Pasarían cuarenta y dos años para que su estatua del parque Trillo se inaugurara y como el resultado no fue el mejor, apenas cinco años después era sustituida por otra del notable escultor Florencio Gelabert.

Una figura en el tiempo

En Quintín Bandera confluyen dos de los grandes peajes de las primeras décadas republicanas -las tan publicitadas manchas- el tema del racismo y el analfabetismo social heredados del anterior régimen que embargaban a la sociedad criolla, emergente de los confines de una guerra entre dos imperios.

En este complejo entramado de hombres de guerra y acción, frente a políticos de abolengo aristocrático y con modales sofisticados -que aportaban negocios, propiedades y el cheque al portador de su apellido-, figuras como el sencillo y modesto Quintín Bandera -«un hijo del pueblo» como repetía el slogan con el cual vendía productos de una famosa droguería-, se encontraban desarmados y condenados a una marginalidad perpetua.

Tan compleja es su figura en el período de 1897 a 1906 que la historiografía oficial no ha sabido colocarla en el lugar y condiciones que mereció -como Guillermón, Agustín Cebreco y en menor medida Masó-, mientras el pueblo llano, que acoge casi mejor a los héroes cuantos más errores tiene, -acercándolos a su realidad y desterrándolos del marmóreo epíteto de figuras incólumes-, siempre tuvo a Quintín, por lo de negro, silvestre y palero, como uno de los suyos. Aunque no lo comprendiese a cabalidad.

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Una imagen de Quintín Bandera a comienzos del siglo XX.

Raza y educación fueron los dos grandes problemas sociales que debió enfrentar Estrada Palma. Si con él tuvimos presidente honrado, no tuvimos presidente cabal. No robó, es cierto, pero miró para otro lado mientras a su alrededor los políticos blancos -generales y doctores loveiranos- hacían y deshacían con las tierras y los bienes de la nación que debió nacer «con todos y para el bien de todos«.

Al desencantado Quintín le tocó el boleto malo en doble sentido. No le ayudó su personalidad y su boca que no se guardaba ningún reproche, su carácter propicio a los instintos primarios y una falta de maldad política que le lastró enormemente. Si en la manigua fue Quintín Bandera un as para encontrar siempre una sobrevida, en La Habana, instalado con una esposa joven y con hijos pequeños, fue el peor de los publicistas.

No supo callar cuando debió, y no fue bueno mendigando dádivas que mereció más que ninguno. Los hombres como él -incultos a los ojos de la sociedad habanera y pobres, en su mayoría negros-, no hallaron espacio en la ciudad. Habían construido con su salud y sus desvelos las avenidas por donde llegó Cuba a ser independiente, sin embargo, no hay peor astilla que la de la misma madera y fueron la leña primera que ardió en la estampida de cubanos contra cubanos de la primera República.

El liderazgo transgresor de Quintín Bandera era demasiado agresivo -que no violento- para un sistema que si bien buscaba un cambio de carácter político inminente, no estaba abierto a otro tipo de revoluciones sociales y raciales; necesarias e imprescindibles por demás. Sería a través de la música, y en particular todo vendría del son, cuando el negro sería integrado conscientemente dentro del entramado que mostraba con orgullo la nación cubana al mundo.

El término afrocubano reverenciaría a figuras como los Maceo, los Moncada y el propio Quintín. Hombres negros que fueron capaces de ponerse a sí mismos a la cabeza del debate nacional, y quién sabe, si fueron los únicos capaces de ocupar el sillón presidencial que sigue resistiéndose a mulatos, negros y mestizos en general. Sólo Fulgencio Batista Zaldívar puede arrogarse el derecho de romper esa barrera; mas, es sabido que para ser vanguardia en este aspecto político, antes y después, rompió otras cadenas que sujetaban la frágil estabilidad republicana.