Hacia principios de la década de 1880 el crimen en La Habana tomó proporciones épicas. Las causas son múltiples y su objeto responde más al estudio sociohistórico de corte académico. Lo interesante del caso estriba en que si bien las fuentes epocales consultadas no exploran las causas esenciales del fenómeno, todas coinciden en que los crímenes violentos campeaban por su respeto, y la policía era básicamente ineficiente.
De creerle a las fuentes se puede decir que en un día, en un rango de pocas calles, podían ocurrir normalmente cinco o seis asesinatos, sin que importara la hora.
«- Ayer, en la calle del Consulado, a las ocho de la noche, en horas de movimiento, el corredor Fabiani se pasea del brazo de un amigo, y el filo de un puñal penetra certeramente en su corazón, y lo deja sin vida. El asesino, habituado a ese trabajo, atraviesa tranquilo entre los transeúntes, y desaparece, antes que el atónito amigo y los vecinos, pudieran darse cuenta del suceso.
– Más tarde, a las diez y media de la noche, sucumbe el coronel Nieto, por una puñalada asestada por la espalda. El asesino no se vuelve para ver si queda con vida la víctima.
– A las siete de la noche, en la transitada calle de la Habana, el valeroso Corujo traba una lucha cuerpo a cuerpo, con sus dos matadores. Tres cuerpos ruedan confusamente por el suelo. Dos de ellos se levantan, se arreglan con maneras reposadas el descompuesto traje, y se marchan, un poco agitada la respiración por la lucha sostenida, hablando tranquilamente…»
De cómo un catedrático evita un crimen en La Habana
Unas horas después, en San Miguel entre Prado e Industrias, el joven catedrático Evelio Rodríguez Lendían lucha cuerpo a cuerpo contra sus dos asesinos.
En un tramo de calle concurrido, con abundante luz, los espectadores impasibles observan como el joven profesor de la Universidad de La Habana detiene con la mano derecha una puñalada que buscaba su pecho, agarrando la muñeca de su primer agresor, mientras con la mano izquierda sostiene, por el mismo filo, el cuchillo con que el segundo atacante pretendía ultimarle.
Los malhechores comienzan a injuriarle y forcejear hasta que logran zafarse y echan a correr, en la mano del catedrático queda, hundido en su carne el filo del puñal que sostenía, y en eso llegó la policía… tarde y despistada ¡se hecha sobre el joven profesor! Pero Evelio Rodríguez Lendían era un académico de reconocido prestigio y todo queda ahí, no puede dejar de preguntarse este escribidor que hubiese pasado si el atacado hubiese sido un ciudadano común.
El día terminaría -en esa zona de La Habana- con un asalto en la calzada de San Lázaro al dependiente de una bodega.
Era un joven de Santander y doblaba el lomo desde hacia años soñando con ahorrar y volverse a la patria. El día en cuestión la suerte le había acariciado y sus muchas jornadas de trabajo duro habían sido premiados por la suerte: la lotería le había tocado y un pequeño billete le convirtió en dueño de una modesta suma con la que al día siguiente partiría hacia España.
No llegó al café del desayuno, 23 puñaladas le hicieron pasar de los brazos de Morfeo a la barca de Caronte. Sus dos compañeros -que dormían a 5 metros- acuden al oír ruidos, ruidos que también escucha el vigilante que entra por la puerta de la bodega, pues casualmente pasaba por su frente… los tres hombres no ven a nadie, solo al muerto.
La escena estaba concluida, el gran teatro que era la capital estaba listo, pues terminaba el día previo a los famosos crímenes de la calle Inquisidor, especie de trama novelesca que mantuvo en vilo a La Habana y de los cuales hablaremos próximamente.
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