Reseña sobre los bandidos en La Habana tomada del libro: «El bandolerismo en Cuba: contribución al estudio de esta plaga social» del coronel Francisco López Leyva, publicado en 1930.

En el primer tercio del siglo XIX, por los años de 1828 al 34, la criminalidad alcanzó gran desarrollo en la ciudad de La Habana. Los robos, los homicidios y asesinatos, cometidos a diario en las calles de la ciudad, tenían aterrorizados a los vecinos pacíficos, sin que en el ánimo del gobernador y capitán general don Francisco Dionisio Vives causara la menor preocupación aquel estado de perpetua, alarma.

Bien es verdad que Su Excelencia dedicaba todo su tiempo a preparar, concertar y lidiar sns gallos finos, espectáculo que le deleitaba, llegando a tal punto su afición que hizo construir un reñidero o valla en su propia residencia oficial del Castillo de la Fuerza.

El general Bicaíort, sucesor de Vives, trató de enderezar los entuertos dejados en la administración pública por su apático predecesor.

Implacable perseguidor de Bandidos
El Capitán General Miguel Tacón y Rosique, implacable perseguidor de bandidos, bandoleros y demás lacras

Al efecto dictó algunas enérgicas disposiciones sobre la persecución y castigo de los criminales; pero es evidente que no logró obtener éxito alguno. Este lo había reservado el destino para el gobernante que había de sucederle, para el general Tacón, hombre de carácter entero, que si bien como político dejó detestable memoria en Cuba por su intransigencia y su odio contra los elementos nativos, los dejó, en cambio, bastante buenos como lionrado administrador  de  los  caudales públicos, perseguidor infatigable de la gente de mal vivir.  

Bandidos en La Habana – Tacón vs Vives

En  la Memoria que el general Tacón publicó  en 1838 al  cesar en  el  mando   al tratar del  orden público  y  policía, consigna en la página primera del folleto, lo que  sigue :

Mucho se habló en los papeles nacionales  y  extranjeros del estado de desmoralización  en  que se hallaba  la  Isla antes  de  primero de junio de 1834,  y no  era a  la  verdad exagerado el cuadro que ofrecían los papeles.

Un número crecido  de  asesinos, ladrones y rateros circulaba por  las  calles de  la  capital, matando,  hiriendo y robando, no  sólo  durante  la  noche sino en medio  del día y  en las calles más centrales y frecuentadas, (Véase en el Apéndice número  1 7 una  disposición  de mi  antecesor que  puede servir  de triste comprobante de  lo que  aquí sucedía).

Parecía que tanto número de criminales partían  de un centro común, alguna asociación ramificada  y temible,  que  se había propuesto sobreponerse a  las  leyes, atacar  impunemente al  ciudadano pacífico  y destruir todos  los  vínculos  sociales.  Tal era el terror  que había excitado  la cohorte de foragiáos,  que los dependientes  de las  casas  de  comercio no  podían salir a  hacer  cobros sin ir escoltados por  gente  armada.

Existían igualmente compañías  de malvados, habidos y  reputados como tales, que se hallaban  dispuestos  a quitar la  vida  bajo  precio convencional  a cualquiera persona que se les  designase. Muchas  veces desde  la  cárcel  misma señalaba  el criminal la  víctima y contaba en la  calle con los colaboradores necesarios  para perpetrar un nuevo atentado.

No bajaban quizás  de  doce mil  las  personas que sin bienes ni ocupación honesta se mantenían en la  capital  de las casas  públicas de juego,  así de blancos como  de  individuos de color, libres y esclavos.

Los vagos  eran innumerables  y no  pocos  los  que  encontraban medios de  subsistencia en  las estafas de todas  especies, y hasta en  el mismo foro, ejerciendo  unas veces  las funciones de testigos  falsos y otras las  de alterar  la paz  de  las familias, atacando a ciudadanos pacíficos  que  por no verse envueltos en  los males inseparables de  un pleito destructor, compraban  de los  agresores  la tranquilidad  a  un  gran precio.

Todos estos elementos tenían entre sí una necesaria conexión, porque el juego y la vagancia formaban los  criminales de  mayor categoría y todos estaban conjurados contra el orden público.